que los portugueses emplearon para despertarla del sueño, no 
fue a la verdad tan dulce y tan delicado como el del cuento; pero la 
realidad tiene sus impurezas y aquellos tiempos eran más rudos que los 
de ahora. Valga esto para disculpa de los portugueses.
Como quiera que ello sea, ya las noticias de nuestros triunfos en Italia, 
ya las vagas y confusas narraciones de los descubrimientos que hacia el 
Occidente hacían los castellanos de grandes y fértiles islas y de un 
dilatado continente, habitado todo por tribus salvajes y decaídas que no 
habían llegado o que habían retrocedido hasta el extremo de no tener 
animales domésticos, de no ser pastores, de vivir en un estado de 
humanidad más rudimentario que el de los pueblos errantes de Asia y 
de África, ya las expediciones, victorias y conquistas de Portugal en la 
India, que renovaban o eclipsaban las glorias fabulosas del Dios 
Ditirambo y las hazañas y empresas reales del Macedón Alejandro y 
que obscurecían las leyendas de los siglos medios, todo entusiasmaba y 
solevantaba a Fray Miguel de Zuheros; pero lo que más le seducía, lo 
que ejercía fascinador influjo en su ánimo y le atraía poderosamente, 
era el éxito de los portugueses en la India. 
Acostumbrado Fray Miguel a disimular sus emociones, a no confiarse a 
nadie y a no desahogar confesándolo lo que tenía en su pecho, no 
mostraba en lo exterior ni para cuantos le rodeaban alteración ni 
cambio. 
Como además fijaba poco la atención y todos le tenían por persona 
menos notable de lo que era, nadie advertía el cambio imperceptible y 
lento que en él se había realizado. Fray Miguel estaba más retraído y 
silencioso que nunca. De sus labios no brotaban sino las indispensables 
palabras que la necesidad o la cortesía nos obligan a pronunciar en la 
vida diaria, y no sonaba su voz en más largos discursos que los de las 
devotas oraciones que rezaba en el coro. 
 
-III- 
En contraposición a la insignificancia y obscuridad de Fray Miguel, 
había en el mismo convento otro fraile cuya fama y alta reputación de 
sabio se extendían por toda la Península y aun trascendían a Italia y a 
otras naciones. Se llamaba este fraile el Padre Ambrosio de Utrera. No 
había disciplina ni facultad en que no se le proclamase maestro. Era 
gran humanista, diestro y sutil en las controversias, teólogo y
jurisconsulto, y muy versado en el estudio de los seres que componen 
el mundo visible. Se suponía que de magia natural, astrología y 
alquimia sabía cuanto podía saberse en su tiempo, y que él además, a 
fuerza de estudios, meditaciones y experiencias, había descubierto 
grandes misterios y secretas propiedades y leyes de las cosas creadas, 
de lo cual revelaba algo a sus contemporáneos y ocultaba mucho, por 
considerar que el humano linaje no alcanzaba aún la madurez y la 
capacidad, convenientes para que pudiera confiársele sin profanación o 
sin gravísimo peligro la llave de aquellos temerosos arcanos, de los que 
sin embargo, se valía él para aliviar muchos males, corregir muchos 
vicios y mejorar la condición y la suerte de sus semejantes, los demás 
hombres. 
El Padre Ambrosio había ido por orden superior y en misión secreta a 
Roma. 
No importa a nuestra historia, ni sabríamos declarar aquí, aunque 
importase, cuál había sido el objeto de la misión del Padre Ambrosio. 
Baste saber que estuvo siete años en Roma, bajo el pontificado de León 
X, y que volvió a su convento de Sevilla el año de 1521 en que va a 
empezar la historia que aquí referimos. 
A pesar de su grande autoridad como hombre de ciencia y a pesar de la 
austeridad de sus costumbres, el Padre Ambrosio era benigno y afable 
con todos los hombres y más aún con los desatendidos y desdeñados. 
De aquí que Fray Miguel de Zuheros, si de alguien había recibido 
muestras de cariñosa simpatía, había sido del Padre Ambrosio, y si algo 
los interiores tormentos de su espíritu había revelado a alguna persona, 
esta persona había sido el mencionado Padre. 
Durante su ausencia, pues, Fray Miguel había vivido más aislado y 
mudo que nunca. 
Con frecuencia, en las horas de recreo y solaz que en el convento había, 
cuando ni los Padres ni los novicios estudiaban, meditaban o rezaban, 
en el extremo de la huerta donde había árboles de sombra y asientos de 
piedra, el Padre Ambrosio se sentaba rodeado de muchas personas que
componían un atento auditorio, y con fácil palabra les relataba lo que 
llamaríamos hoy sus impresiones de viaje. 
Describía el Padre elocuentemente las magnificencias de la Ciudad 
Eterna: sus palacios, sus templos y sus majestuosas ruinas. 
El Padre Ambrosio no consideraba sin embargo a Roma como 
ciudad-relicario, museo de antigüedades, residuo maravilloso pero 
inerte de poderío y grandeza jamás igualados antes ni después en    
    
		
	
	
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