extraño suceso. La Demetria expuso 
tímidamente la opinión de que D. Carlos quería llevar a la Benina a su 
servicio, pues gozaba ésta fama de gran cocinera, a lo que agregó 
Eliseo que, en efecto, la tal había sido maestra de cocina; pero no la 
querían en ninguna parte por vieja. 
«Y por sisona--afirmó la Casiana, recalcando con saña el término--. 
Habéis de saber que ha sido una sisona tremenda, y por ese vicio se ve 
ahora como se ve, teniendo que pedir para una rosca. De todas las casas 
en que estuvo la echaron por ser tan larga de uñas, y si ella hubiá tenido 
conduta, no le faltarían casas buenas en que acabar tranquila... 
--Pues yo--declaró la Burlada con negro escepticismo--, vos digo que si 
ha venido a pedir es porque fue honrada; que las muy sisonas juntan 
dinero para su vejez y se hacen ricas... que las hay, vaya si las hay. 
Hasta con coche las he conocido yo. 
--Aquí no se habla mal de naide. 
--No es hablar mal. ¡A ver!... La que habla pestes es bueycencia, señora 
presidenta de ministros. 
--¿Yo? 
--Sí... Vuestra Eminencia Ilustrísima es la que ha dicho que la Benina
sisaba; lo cual que no es verdad, porque si sisara tuviera, y si tuviera no 
vendría a pedir. Tómate esa. 
--Por bocona te has de condenar tú. 
--No se condena una por bocona, sino por rica, mayormente cuando 
quita la limosna a los pobres de buena ley, a los que tienen hambre y 
duermen al raso. 
--Ea, que estamos en la casa de Dios, señoras--dijo Eliseo dando golpes 
en el suelo con su pata de palo--. Guarden respeto y decencia unas para 
otras, como manda la santísima dotrina». 
Con esto se produjo el recogimiento y tranquilidad que la vehemencia 
de algunos alteraba tan a menudo, y entre pedir gimiendo y rezar 
bostezando se les pasaban las tristes horas. 
Ahora conviene decir que la ausencia de la señá Benina y del ciego 
Almudena no era casual aquel día, por lo cual allá van las explicaciones 
de un suceso que merece mención en esta verídica historia. Salieron 
ambos, como se ha dicho, uno tras otro, con diferencia de algunos 
minutos; pero como la anciana se detuvo un ratito en la verja, hablando 
con Pulido, el ciego marroquí se le juntó, y ambos emprendieron juntos 
el camino por las calles de San Sebastián y Atocha. 
«Me detuve a charlar con Pulido por esperarte, amigo Almudena. 
Tengo que hablar contigo». 
Y agarrándole por el brazo con solicitud cariñosa, le pasó de una acera 
a otra. Pronto ganaron la calle de las Urosas, y parados en la esquina, a 
resguardo de coches y transeúntes, volvió a decirle: «Tengo que hablar 
contigo, porque tú solo puedes sacarme de un gran compromiso; tú solo, 
porque los demás conocimientos de la parroquia para nada me sirven. 
¿Te enteras tú? Son unos egoístas, corazones de pedernal... El que tiene, 
porque tiene; el que no tiene, porque no tiene. Total, que la dejarán a 
una morirse de vergüenza, y si a mano viene, se gozarán en ver a una 
pobre mendicante por los suelos».
Almudena volvió hacia ella su rostro, y hasta podría decirse que la miró, 
si mirar es dirigir los ojos hacia un objeto, poniendo en ellos, ya que no 
la vista, la intención, y en cierto modo la atención, tan sostenida como 
ineficaz. Apretándole la mano, le dijo: «Amri, saber tú que servirte 
Almudena él, Almudena mí, como pierro. Amri, dicermi cosas tú... de 
cosas tigo. 
--Sigamos para abajo, y hablaremos por el camino. ¿Vas a tu casa? 
--Voy a do quierer tú. 
--Paréceme que te cansas. Vamos muy a prisa. ¿Te parece bien que nos 
sentemos un rato en la Plazuela del Progreso para poder hablar con 
tranquilidad?». 
Sin duda respondió el ciego afirmativamente, porque cinco minutos 
después se les veía sentados, uno junto a otro, en el zócalo de la verja 
que rodea la estatua de Mendizábal. El rostro de Almudena, de una 
fealdad expresiva, moreno cetrino, con barba rala, negra como el ala 
del cuervo, se caracterizaba principalmente por el desmedido grandor 
de la boca, que, cuando sonreía, afectaba una curva cuyos extremos, 
replegando la floja piel de los carrillos, se ponían muy cerca de las 
orejas. Los ojos eran como llagas ya secas e insensibles, rodeados de 
manchas sanguinosas; la talla mediana, torcidas las piernas. Su cuerpo 
había perdido la conformación airosa por la costumbre de andar a 
ciegas, y de pasar largas horas sentado en el suelo con las piernas 
dobladas a la morisca. Vestía con relativa decencia, pues su ropa, 
aunque vieja y llena de mugre, no tenía desgarrón ni avería que no 
estuvieran enmendados por un zurcido inteligente, o por aplicaciones 
de parches y retazos. Calzaba zapatones negros, muy rozados, pero 
perfectamente defendidos con    
    
		
	
	
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