trecho a recorrer para llegar al pueblo más cercano. 
El capataz habló con mi padre; y éste, de repente, me hizo señas de que 
me acercara, y dijo: 
--¡Este es el muchacho!... Como obediente y humilde, no tiene 
yunta[1]... ¡el otro que podía igualarlo se nos murió la vez pasada!... 
¡Como conocedor del monte y del arroyo, lo verá en el trabajo! 
A mí me zumbaron los oídos, y no pude saber lo que el hombre 
contestó; sin embargo, me di cuenta, así en general no más, de que ya 
no podría extasiarme a la sombra de los espinillos florecidos viendo 
cómo las lagartijas se correteaban sobre la cresta de los hormigueros, 
haciendo relampaguear sus armaduras brillantes, ni pasarme las horas 
muertas, escuchando el contrapunto de las calandrias y de los zorzales, 
estimulados por el lamento de los boyeros parados al borde de sus 
nidos, colgados allá en la extremidad de los gajos más altos y flexibles 
de los molles[2] y coronillos[3]. 
Mi padre me sacó de mi éxtasis con su voz ronca y varonil, esta vez
impregnada de una dulzura desconocida. 
--¡Oiga, hijito!... ¡Vaya, traiga su petisito bayo[4] y ensíllelo!... ¡Va a 
acompañar a este hombre, que es su patrón! 
 
III 
EL VAIVÉN DEL MUNDO 
Las corrientes del mundo me arrebataron y luché con ellas con suerte 
varia; ninguna ¡ay! volvió a traerme hasta los montes nativos, y cuando 
un día--después de muchos años--volví a ellos, ya no guardaban sino 
restos miserables, escapados al hacha del montaraz; y del pobre rancho 
y de la familia que lo ocupó, ni el recuerdo siquiera. 
¿Qué fue de los míos? 
¿Qué fue de las hojas del tala frondoso, en cuyas ramas flexibles mi 
madre colgaba la cuna de sus hijos, aquel noque[5] de cuero que la 
brisa mecía cariñosa? 
¿Qué fue de los trinos del boyero y del contrapunto de las calandrias y 
de los zorzales? 
¡Sólo quedan en mi memoria como un recuerdo! 
Sirviendo de guía a las tropas de carretas, picando[6] éstas cuando ya 
mis músculos lo permitieron, de peón aquí, de vago allá, llegó un día 
para mí dichoso y bendecido--porque es el origen de mi felicidad 
actual--en que una leva[7] me tomó y puso punto final a mis correrías 
de vagabundo, perfilando sobre la figura mal pergeñada[8] del pobre 
gaucho ignorante la simpática silueta del soldado. 
Recuerdo, como si fuese ayer, las circunstancias en que fui tomado y 
voy a tratar de pintarlas, no con la pretensión de hacer un cuadro sino 
con la intención de presentar una escena de nuestros campos, vulgar y 
corriente en tiempos no lejanos, pero hoy ya casi exótica, debido a las
exigencias de la vida. 
 
IV 
DE ORUGA A MARIPOSA 
Tras un galope de algunas leguas--andaba de vago y era joven y 
aficionado al baile y las buenas mozas--llegué al viejo rancho 
desmantelado y solitario--veterano de cien tormentas--donde se iba a 
bailar, cosa que no era muy frecuente entonces, dada la escasez de 
población en aquellos parajes. 
Al acercarme al palenque, ya pude contar cuántos me habían precedido 
en la llegada y hasta saber quiénes eran: allí estaban sus caballos a 
modo de tarjeta de visita. 
Primero, el petiso de los mandados--maceta[9] y mosqueador[10]--que 
buscando verse libre de las sabandijas[11] u obedeciendo a la 
costumbre de evitarlas, había ido retrocediendo hasta apartarse del 
grupo, y sembrando el trayecto recorrido con las pilchas[12] del 
muchacho a cuyo servicio lo había condenado la suerte, que nunca le 
fue propicia; luego los mancarrones[13] de algunos gauchos pobres y 
de los viejos vagos del pago, con sus aperos formados con prendas de 
procedencia diversa y de más diversa fabricación, con sus riendas 
peludas y anudadas y con sus cinchas enflaquecidas de puro dar tientos 
para remiendos; y, finalmente, algunos redomones[14] bravíos, que al 
sentirme llegar yerguen las orejas, relinchan y se agitan, indicándome 
que ya hay mocetones que me harán competencia en el corazón de las 
dueñas de esos otros pingos, cuidados y lustrosos, tusados[15] con 
coquetería, y cuya crin ha servido para dibujar ya un arco atrevido, ya 
una guarda griega caprichosa, y que lucen bozales tan primorosos y 
cabestros tan llenos nos de bordados y de adornos. 
Son pingos del andar de gente presumida, y hasta con pespuntes de 
elegantes mozas. 
Previo el consabido ladrido de los perros--arrancados por mi llegada a
un sueño plácido y tranquilo, el relincho de los redomones del palenque, 
los saludos del dueño de la casa y las vichadas de las mozas y 
mocetones, que, cortos[16] con los forasteros, se han ocultado en el 
rancho, eché pie a tierra y fui a sentarme en el ancho patio recién 
barrido y carpido, que a la noche serviría de salón de baile, iluminado 
por la luna plácida y serena, aquella luna de mi tierra que veo al través 
del tiempo, quizás embellecida    
    
		
	
	
	Continue reading on your phone by scaning this QR Code
 
	 	
	
	
	    Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the 
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.
	    
	    
