Los pazos de Ulloa | Page 2

Emilia Pardo Bazán
donde hacían menos falta. Adelantaban poco a poco, y ya salían de las estrecheces a senda más desahogada, abierta entre pinos nuevos y montes poblados de aliaga, sin haber tropezado con una sola heredad labradía, un plantío de coles que revelase la vida humana. De pronto los cascos del caballo cesaron de resonar y se hundieron en blanda alfombra: era una camada de estiércol vegetal, tendida, según costumbre del país, ante la casucha de un labrador. A la puerta una mujer daba de mamar a una criatura. El jinete se detuvo.
--Se?ora, ?sabe si voy bien para la casa del marqués de Ulloa?
--Va bien, va....
--?Y... falta mucho?
Enarcamiento de cejas, mirada entre apática y curiosa, respuesta ambigua en dialecto:
--La carrerita de un can....
?Estamos frescos!, pensó el viajero, que si no acertaba a calcular lo que anda un can en una carrera, barruntaba que debe ser bastante para un caballo. En fin, en llegando al crucero vería los Pazos de Ulloa..... Todo se le volvía buscar el atajo, a la derecha..... Ni se?ales. La vereda, ensanchándose, se internaba por tierra monta?osa, salpicada de manchones de robledal y algún que otro casta?o todavía cargado de fruta: a derecha e izquierda, matorrales de brezo crecían desparramados y oscuros. Experimentaba el jinete indefinible malestar, disculpable en quien, nacido y criado en un pueblo tranquilo y so?oliento, se halla por vez primera frente a frente con la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza, y recuerda historias de viajeros robados, de gentes asesinadas en sitios desiertos.
--?Qué país de lobos!--dijo para sí, tétricamente impresionado.
Alegrósele el alma con la vista del atajo, que a su derecha se columbraba, estrecho y pendiente, entre un doble vallado de piedra, límite de dos montes. Bajaba fiándose en la ma?a del jaco para evitar tropezones, cuando divisó casi al alcance de su mano algo que le hizo estremecerse: una cruz de madera, pintada de negro con filetes blancos, medio caída ya sobre el murallón que la sustentaba. El clérigo sabía que estas cruces se?alan el lugar donde un hombre pereció de muerte violenta; y, persignándose, rezó un padrenuestro, mientras el caballo, sin duda por olfatear el rastro de algún zorro, temblaba levemente empinando las orejas, y adoptaba un trotecillo medroso que en breve le condujo a una encrucijada. Entre el marco que le formaban las ramas de un casta?o colosal, erguíase el crucero.
Tosco, de piedra común, tan mal labrado que a primera vista parecía monumento románico, por más que en realidad sólo contaba un siglo de fecha, siendo obra de algún cantero con pujos de escultor, el crucero, en tal sitio y a tal hora, y bajo el dosel natural del magnífico árbol, era poético y hermoso. El jinete, tranquilizado y lleno de devoción, pronunció descubriéndose: ?Adorámoste, Cristo, y bendecímoste, pues por tu Santísima Cruz redimiste al mundo?, y de paso que rezaba, su mirada buscaba a lo lejos los Pazos de Ulloa, que debían ser aquel gran edificio cuadrilongo, con torres, allá en el fondo del valle. Poco duró la contemplación, y a punto estuvo el clérigo de besar la tierra, merced a la huida que pegó el rocín, con las orejas enhiestas, loco de terror. El caso no era para menos: a cortísima distancia habían retumbado dos tiros.
Quedóse el jinete frío de espanto, agarrado al arzón, sin atreverse ni a registrar la maleza para averiguar dónde estarían ocultos los agresores; mas su angustia fue corta, porque ya del ribazo situado a espaldas del crucero descendía un grupo de tres hombres, antecedido por otros tantos canes perdigueros, cuya presencia bastaba para demostrar que las escopetas de sus amos no amenazaban sino a las alima?as monteses.
El cazador que venía delante representaba veintiocho o treinta a?os: alto y bien barbado, tenía el pescuezo y rostro quemados del sol, pero por venir despechugado y sombrero en mano, se advertía la blancura de la piel no expuesta a la intemperie, en la frente y en la tabla de pecho, cuyos diámetros indicaban complexión robusta, supuesto que confirmaba la isleta de vello rizoso que dividía ambas tetillas. Protegían sus piernas recias polainas de cuero, abrochadas con hebillaje hasta el muslo; sobre la ingle derecha flotaba la red de bramante de un repleto morral, y en el hombro izquierdo descansaba una escopeta moderna, de dos ca?ones. El segundo cazador parecía hombre de edad madura y condición baja, criado o colono: ni hebillas en las polainas, ni más morral que un saco de grosera estopa; el pelo cortado al rape, la escopeta de pistón, viejísima y atada con cuerdas; y en el rostro, afeitado y enjuto y de enérgicas facciones rectilíneas, una expresión de encubierta sagacidad, de astucia salvaje, más propia de un piel roja que de un europeo. Por lo que hace al tercer cazador, sorprendióse el jinete al notar que era un sacerdote. ?En qué se le
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