no: ya adivino. Tal vez es de Madrid. Algún noviazgo de 
cuando usted vivía allá. 
Jaime quedó indeciso unos instantes, palideció, y luego dijo con ruda 
energía, para ocultar su turbación: 
--No, madó... Es una chueta. 
Antonia fue a juntar las manos, como momentos antes, invocando otra 
vez la Sangre de Cristo, tan venerada en Palma; pero de pronto se 
dilataron las arrugas de su rostro moreno, y rompió a reír... ¡Qué señor 
tan alegre! Lo mismo que su abuelo. Decía las cosas más estupendas e 
increíbles con una seriedad que engañaba a las gentes. ¡Y ella, pobre 
boba, que había creído tales bromas! Tal vez hasta lo del casamiento 
era mentira... 
--No, madó. Me caso con una chueta... Me caso con la hija de don 
Benito Valls. Para eso iré hoy a Valldemosa. 
La voz apagada de Jaime, sus ojos bajos, el acento tímido con que 
susurró tales palabras, quitaron toda duda a la sirviente. Quedó ésta con 
la boca abierta, los brazos caídos, sin fuerzas para levantar las manos ni 
los ojos. 
--¡Señor... Señor... Señor!... 
Le era imposible decir más. Creyó que había sonado un trueno, 
haciendo estremecerse la vieja casa; que un nubarrón acababa de pasar 
ante el sol, obscureciéndolo; que el mar se volvía plomizo, avanzando 
en encrespadas olas contra la muralla. Luego vio que todo estaba lo 
mismo, que sólo ella se había conmovido con esta noticia estupenda,
digna de trastornar el orden de lo existente. 
--¡Señor... Señor... Señor!... 
Y agarrando el vacío tazón y los restos del pan, echó a correr, deseosa 
de refugiarse cuanto antes en la cocina. Después de oír tales horrores, la 
casa le inspiraba miedo. Debía andar alguien por los venerables salones 
de la otra parte del edificio: alguien que ella no podía saber quién fuese, 
pero que seguramente acababa de despertar de un sueño de siglos. 
Aquel palacio tenía un alma. Cuando la vieja quedaba sola en él, 
crujían los muebles como si hablasen entre ellos, palpitaban los tapices 
movidos por su cara oculta, vibraba en un rincón un arpa dorada de la 
abuela de don Jaime, y ella no sentía miedo nunca, porque los Febrer 
habían sido gente buena, simple y bondadosa con sus servidores. ¡Pero 
ahora, después de oír tales cosas!... Pensaba con cierta inquietud en los 
retratos que adornaban la pieza de recibimiento. ¡Qué cara la de 
aquellos señores, si habían llegado hasta ellos las palabras de su 
descendiente! 
Madó Antonia acabó por serenarse, bebiendo los restos del café 
preparado para el señor. Ya no tenía miedo, pero sentía honda tristeza 
por la suerte de don Jaime, como si le viese en peligro de muerte. 
¡Acabar de este modo la casa de los Febrer! ¿Y Dios podía tolerar tales 
cosas?... Cierto desprecio por el señor vino a sobreponerse 
momentáneamente al antiguo cariño. Al fin, un calavera olvidado de la 
religión y las buenas costumbres, que había derrochado lo que restaba 
de la fortuna de su casa. ¿Qué iban a decir sus ilustres parientes? ¡Qué 
vergüenza la de su tía doña Juana, aquella noble señora--la más santa y 
linajuda de la isla--a la que, unos por burla y otros por exceso de 
veneración, llamaban «la Papisa»! 
--Adiós, madó... Al anochecer estaré de vuelta. 
La vieja saludó con un gruñido a Jaime, que asomaba la cabeza para 
despedirse. Luego, viéndose sola, levantó los brazos, invocando la 
ayuda de la Sangre de Cristo, de la Virgen del Lluch, patrona de la isla, 
y del portentoso San Vicente Ferrer, que tantos milagros había 
realizado durante sus predicaciones en Mallorca. ¡Uno más, santo
prodigioso, para evitar la monstruosidad que proyectaba su señor!... 
¡Que cayese un pedrusco de las montañas, interceptando para siempre 
el camino de Valldemosa; que volcase el carruaje y trajeran a don 
Jaime entre cuatro hombres... todo antes que aquella vergüenza! 
Febrer atravesó el recibimiento, abrió la puerta de la escalera y empezó 
a descender los suaves peldaños. Sus abuelos, como todos los nobles de 
la isla, construían en grande. La escalera y el zaguán ocupaban una 
tercera parte de los bajos de la casa. Una especie de loggia a la italiana, 
con cinco arcos sostenidos por delgadas columnas, extendíase a la 
terminación de la escalera, abriéndose en sus extremos las dos puertas 
que daban acceso a las dos alas superiores del edificio. En el centro de 
su baranda, situada sobre el arranque de la escalera, frente a la puerta 
de la calle, estaba el escudo en piedra de los Febrer, con un farolón de 
hierro forjado. 
Jaime, al descender, chocaba su bastón en la piedra arenisca de los 
escalones o tocaba las grandes ánforas barnizadas que adornaban los 
rellanos, y éstas devolvían el golpe con una sonoridad de campana. La 
baranda de hierro, oxidada por los años y deshaciéndose en 
herrumbrosas escamas, temblaba, casi suelta de sus alvéolos, con el    
    
		
	
	
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