casa chillaban a coro los pájaros sobre las ramas 
florecientes, mecidas por la brisa que enviaba el vecino mar por encima 
de la muralla. 
La criada se fue, camino de la cocina, al ver que el señor se decidía al 
fin a echarse fuera de la cama. Anduvo Jaime Febrer casi desnudo por 
la habitación, ante la ventana abierta, partida por una columna 
delgadísima. No había miedo de que le viesen. La casa de enfrente era 
un palacio viejo como el suyo; un caserón de pocos huecos. Frente a su 
ventana se extendía un muro de color indefinido, con profundos 
desconchados y restos de antiguas pinturas, pero tan próximo por la 
estrechez de la calle, que parecía poder tocarse con la mano. 
Habíase dormido tarde, desasosegado y nervioso por la importancia del 
acto que iba a realizar en la mañana siguiente, y el aturdimiento de un 
sueño corto e ineficaz le hizo buscar con avidez la caricia reconfortante 
del agua fría. Al lavarse en una palangana estudiantil, angosta y pobre, 
Febrer tuvo un gesto de tristeza. «¡Ah, miseria!...» Le faltaban las más 
rudimentarias comodidades en aquella casa de un lujo señorial y 
vetusto que los ricos modernos no podían improvisar. La pobreza 
surgía ante su paso, con todas sus molestias, en estos salones que le 
hacían recordar los espléndidos decorados de ciertos teatros vistos en 
sus viajes por Europa. 
Como si fuera un extraño que entrase por primera vez en su dormitorio, 
admiraba Febrer esta pieza, grandiosa y de elevado techo. Sus
poderosos abuelos habían edificado para gigantes. Cada habitación del 
palacio era tan vasta como una casa moderna. El ventanal carecía de 
vidrios, como los demás huecos del edificio, y en invierno había que 
mantenerlos todos con las hojas cerradas, sin más luz que la que 
entraba por los montantes, cubiertos de cristales resquebrajados y 
opacos por el tiempo. La carencia de alfombras dejaba al descubierto 
los pavimentos de piedra arenisca y blanda de Mallorca, cortada en 
finos rectángulos, como si fuese madera. Los techos lucían aún el viejo 
esplendor de los artesonados, unos obscuros, de artificiosas trabazones, 
otros con un dorado mate y venerable que hacía resaltar los cuarteles 
coloreados de las armas de la casa. Las paredes altísimas, simplemente 
enjalbegadas de cal, desaparecían en unas piezas bajo filas de cuadros 
antiguos, y en otras detrás de ricas colgaduras de colores vivos que el 
tiempo no lograba apagar. El dormitorio estaba adornado con ocho 
grandes tapices de un tono verde de hoja seca, representando jardines, 
amplias avenidas de árboles otoñales, con una plazoleta terminal en la 
que triscaban venados o goteaban solitarias fuentes en triples tazones. 
Encima de las puertas colgaban viejos cuadros italianos de una 
suavidad acaramelada: niños de carnes ambarinas jugueteaban con 
rizados corderos. El arco que dividía el verdadero dormitorio del resto 
de la habitación tenía algo de triunfal, con columnas acanaladas 
sosteniendo un medio punto de follaje tallado, todo de un oro pálido y 
discreto, como si fuese un altar. Sobre una mesa del siglo XVIII veíase 
una imagen policroma de San Jorge pisoteando moros bajo su corcel; y 
más allá la cama, la imponente cama, monumento venerable de la 
familia. Algunos sillones antiguos, de encorvados brazos, con el rojo 
terciopelo calvo y raído hasta mostrar la blancura de la trama, 
mezclábanse con sillas de paja y el pobre lavabo. «¡Ah, miseria!», 
volvió a pensar el mayorazgo. El viejo caserón de los Febrer, con sus 
hermosos ventanales faltos de vidrios, sus salones llenos de tapices y 
sin alfombras, sus muebles venerables confundidos con los más ruines 
enseres, le parecía igual a un príncipe arruinado ostentando aún manto 
brillante y corona gloriosa, pero descalzo y sin ropa blanca. 
Él era igual a este palacio, imponente y vacío caparazón que en otros 
tiempos había guardado la gloria y la riqueza de sus abuelos. Unos 
habían sido mercaderes, otros soldados, y todos navegantes.
Las armas de los Febrer habían ondeado en flámulas y banderas sobre 
más de cincuenta navíos de gavia--lo mejor de la marina de Mallorca--, 
que, luego de tomar órdenes en Puerto Pi, iban a vender aceite de la isla 
en Alejandría, embarcaban especierías, sedas y perfumes de Oriente en 
las escalas del Asia Menor, traficaban con Venecia, Pisa y Genova, o, 
pasando las Columnas de Hércules, sumíanse en las brumas de los 
mares del Norte para llevar a Flandes y a las repúblicas anseáticas la 
loza de los moriscos valencianos, llamada por los extranjeros mayólica, 
a causa de su procedencia mallorquína. 
Esta navegación continua a través de mares infestados de piratas había 
hecho de la familia de ricos mercaderes una tribu de valerosos soldados. 
Los Febrer habían peleado o ajustado alianzas con corsarios turcos, 
griegos y argelinos, habían escoltado sus flotas por los mares del Norte 
para hacer frente a los piratas ingleses, y hasta una    
    
		
	
	
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