La niña robada

Hendrik Conscience
La niña robada, by Hendrik
Conscience

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Title: La niña robada
Author: Hendrik Conscience
Release Date: October 12, 2007 [EBook #22975]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
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ROBADA ***

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BIBLIOTECA de LA NACIÓN
H. CONSCIENCE

LA NIÑA ROBADA
BUENOS AIRES
1919
Derechos reservados.
Imp. de LA NACIÓN.--Buenos Aires

LA NIÑA ROBADA

I
La mañana era hermosa; el cielo estaba claro y profundo como un mar
azul; el sol desprendía del follaje de las encinas un perfume penetrante
que dilataba los pulmones y daba bienestar al corazón.
Catalina salió de su choza y se adelantó hasta la orilla del bosque, por
un sendero que, dando varios circuitos, conducía a la calzada de la
aldea de Orsdael.
Aunque caminase muy ligero, iba mirando al suelo como una persona
cuyo espíritu está oprimido por el peso de alguna inquietud. Y hasta de
cuando en cuando meneaba la cabeza, volviendo los ojos hacia el
castillo, con expresión de tristeza. Pensaba, sin duda, en la suerte de
Marta Sweerts, en las sangrientas afrentas que tenía que sufrir todos los
días, en la inutilidad de los esfuerzos para descubrir el impenetrable
secreto.
Cuando llegó a la carretera, advirtió al intendente que iba unos cien
pasos delante de ella. Esto la alegró porque no había visto a Marta
desde hacía una semana. Esperaba que si podía entrar en conversación
con Mathys, sabría noticias de su amiga, y quizá esta ocasión le
permitiría decirle algunas palabras en su favor.

Apresuró el paso hasta que alcanzó al intendente. Cuando estuvo a su
lado le dijo en tono cortés, casi acariciador:
--Buen día, señor Mathys. ¡Qué cielo tan claro! ¡Qué aire tan puro!
Parece que uno se sintiera rejuvenecido, ¿verdad?
--Sí, hace buen tiempo... Buenos días--murmuró Mathys sin mirar a la
campesina.
Dicho esto, acortó el paso como si quisiera quedarse más atrás.
--Perdone, señor intendente, que me atreva a hacerle una pregunta: mi
respeto, mi afecto por usted son mi disculpa. Parecéis estar enfermo,
pero confío que no será nada.
--No estoy enfermo--respondió Mathys refunfuñando.
--¿Quizá tendréis un disgusto o habréis sido también objeto de una
injusticia?
--Sí, he tenido un disgusto y estoy incomodado. Vos, Catalina, habéis
contribuído a ello más que nadie; pero quiero creer que vos, lo mismo
que yo, habréis sido engañada por una falsa apariencia.
--¡Que yo soy la causa de vuestra tristeza!--exclamó la campesina con
sorpresa--. ¡Imposible, señor intendente!
--¿No me ha hecho en toda ocasión elogios exagerados de la nueva aya?
¿No me habéis pintado a vuestra amiga como una mujer buena, atenta y
amable? ¿No llegasteis hasta hacerme creer vos misma que estaba
agradecida a mi amistad y me tenía algún afecto?
--¿Y no es así, señor?
--Callaos, Catalina; el aya es orgullosa, mal educada y colérica. Al
principio supo disimular sus defectos; pero ahora apenas si se digna
responderme. Tiene un humor áspero y sombrío. Casi estoy por creer,
cuando reflexiono respecto de su conducta arrogante, que me mira
como su sirviente. Para protegerla contra la condesa, me expongo de la

mañana a la noche a sufrir altercados y disgustos... ¡Y ser
recompensado por un frío desdén! No, no, esto no puede continuar.
Hace demasiado tiempo que dejo turbar mi tranquilidad en beneficio de
una ingrata. ¡Es preciso que parta de Orsdael!
Sorprendida y profundamente conmovida por estas palabras, Catalina
inclinó la cabeza y escuchaba temblando. Quizá estaba absorbida en sus
pensamientos y trataba de encontrar un medio de desviar el golpe fatal
que amenazaba a su desgraciada amiga. Mathys, satisfecho de haber
encontrado motivo para dar rienda suelta a su mal humor, prosiguió:
--¿Os parece advertir en mi fisonomía que estoy disgustado? Pues bien,
sí, tengo motivos para estarlo. Cómo ha sucedido esto, no lo sé; pero
desde la primera vez que vi a Marta, se despertó en mí un sincero
afecto por ella. La he protegido y defendido sin cesar, hice cuanto pude
por serle agradable. ¿Qué pedía yo en recompensa? Un poco de amistad,
nada más... y ella, ella parece temerme u odiarme. Eso me da pena;
pero ahora se acabó, empiezo a detestarla. ¿Sabéis qué pensaba,
Catalina, cuando vinisteis a interrumpirme? Me preguntaba si
despediría mañana mismo al aya o si tendría paciencia ocho días más.
Es natural que esta idea os entristezca; pero reconoceréis, sin duda, que
os habéis engañado tanto como yo respecto al carácter de vuestra
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