murmurando con voz trémula: 
--¡Oh mi Héctor, ¡qué severa es tu mirada! No, no dudes de mi valor; 
cumpliré con la misión que me impusiste en tu lecho de muerte. Si he 
vacilado al acercarse esta prueba suprema, era por amor a ti, era por 
defender el corazón que sigue amándote más allá de la tumba, hasta la 
apariencia de una mancha. Ahora, la lucha ha terminado, la madre ha 
vencido en mí a la esposa y vaciará el cáliz hasta el fondo. ¡Ah! es un 
martirio horrible descender así al abismo de la degradación, aunque ello 
sea para defender a nuestra hija, el gaje de nuestro amor. 
Marta se puso de repente en pie como si algún golpe violento la 
hubiese herido y escuchó palideciendo... Le parecía haber oído un ruido 
en el corredor. Permaneció inmóvil hasta que salió de su error; pero se 
le escapó un grito de angustia y se puso a temblar murmurando: 
--Valor y energía; y ya tiemblo y palidezco al solo pensar en su 
aparición. 
Se dejó caer en una silla. Sin duda una confianza nueva iba penetrando 
en ella, porque una sonrisa de reto se dibujó lentamente en sus labios, 
mientras una chispa de coraje brilló en sus ojos. Se levantó y pasó al 
otro cuarto, se detuvo delante del postigo y miró, a través del vidrio, a 
la niña que estaba en un rincón leyendo y estudiando sus lecciones. 
Marta se detuvo, inmóvil, para no distraerla. Fijó en ella sus ojos como 
si buscara en aquella larga y profunda mirada la fuerza necesaria para
no sucumbir en la prueba temida. 
En aquel momento sintió claramente que abrían la puerta. Una ligera 
palidez decoloró sus pupilas. Su pecho se dilató y su respiración se hizo 
penosa, mientras volvía a su cuarto. Pero aquella emoción parecía más 
bien signo de una fuerte voluntad que un acceso de temor. Dirigió una 
mirada suplicante al cielo y se sentó junto a la mesa. Allí tomó su labor 
y esperó con indiferencia afectada la llegada de Mathys. 
El intendente apareció en la pieza y balbuceó algunas palabras corteses. 
Aunque fuere día de trabajo, vestía sus mejores ropas, y para ponerse 
sin duda a la altura de la situación, habíase puesto guantes blancos. Su 
aparición en aquel traje solemne hizo temblar a Marta en los primeros 
momentos, pero luego, dominada por la necesidad, se puso de pie 
sonriendo y respondió al saludo de Mathys con suave amabilidad. 
Esta acogida amistosa alentó al intendente, que se aproximó triunfante, 
y le dijo con expresión ligera: 
--Mi querida Marta, estáis sin duda sorprendida de verme en este traje, 
¿verdad? Hace tiempo que algo me oprime el corazón... Separados por 
una enojosa desinteligencia, una pena que no nos atrevíamos a confesar, 
nos hacía sufrir a los dos; ahora vengo a romper el hielo... El hombre es 
débil, no os enojéis... yo no tengo la culpa, Marta, de que vos seáis 
hermosa... y que yo no sea insensible... 
El intendente había creído que no le costaría el menor esfuerzo hacer su 
pedido. Por lo que le había dicho Catalina, sabía que el aya acogería su 
proposición con una alegría, si no ruidosa, por lo menos sincera. 
Sin embargo, su tono familiar y el giro atrevido de sus frases habían 
asustado a Marta, y, aunque hubiese conservado en sus labios una 
sonrisa fingida, había en su mirada algo de severo que detuvo a Mathys 
imponiéndole ser más respetuoso y reservado. No sabía ya qué decir, y 
balbuceó confusamente: 
--De veras... es algo extraño... cuando se está herido en el corazón... las 
ideas se confunden. ¡El asunto me parecía tan fácil y sencillo!... En fin,
a los cuarenta o a los veinte, el amor es siempre el amor... He venido 
para hablaros de una cosa que sin duda tiene que seros agradable y no 
sé por dónde comenzar. 
--Hacéis mal, señor--dijo el aya con voz dulce--. Hablad; sea lo que 
fuere lo que tengáis que decirme, os escucharé con atención. Servíos 
tomar asiento. 
--En efecto, así estaremos mejor--prosiguió Mathys algo cohibido--. 
Sentaos vos también, Marta. Parecéis estar inquieta. Teméis que la 
condesa nos sorprenda, ¿verdad? No tengáis cuidado; la he hecho ir con 
un pretexto fútil a la granja grande. Estará ausente una hora por lo 
menos. Vamos, no somos niños. ¿Puedo hablaros, Marta, con 
franqueza? 
--Con toda franqueza, señor. 
--Sí, pero no es como intendente del castillo, ni como vuestro superior 
que os lo pregunto, sino como amigo. 
--Sois demasiado bondadoso, señor. 
--Está bien, no comenzamos mal--dijo Mathys restregándose las 
manos--. En seguida nos entenderemos, Marta. Escuchadme: ¿Habréis 
notado, verdad, cómo desde el primer día de vuestra llegada a Orsdael 
os demostré amistad, cómo os protegí contra la crueldad y el odio de la 
condesa, cómo espiaba vuestros pasos y os seguía para tener la 
felicidad    
    
		
	
	
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