La Tribuna | Page 9

Emilia Pardo Bazán
llenas de incienso y mirra,
y subir más que a paso la esclavina de aquellas dulletas de armiño y
púrpura con que los representan los pintores. A falta de esclavina, los
marinedinos alzaban cuanto podían el cuello del gabán o el embozo de
la capa. Es que el viento era frío de veras, y sobre todo, incómodo;
costaba un triunfo pelear con él. Entrábase por las bocacalles,
impetuoso y arrollador, bufando y barriendo a las gentes, a manera de

fuelle gigantesco. En el páramo de Solares, que separa el barrio de
Arriba del de Abajo, pasaban lances cómicos: capas que se enrollaban
en las piernas y no dejaban andar a sus dueños; enaguas almidonadas
que se volvían hacia arriba con fieros estallidos; aguadores que no
podían con la cuba, curiales a quienes una ráfaga arrebataba y
dispersaba el protocolo, señoritos que corrían diez minutos tras de una
chistera fugitiva, que, al fin, franqueando de un brinco el parapeto del
muelle, desaparecía entre las agitadas olas.... Hasta los edificios
tomaban parte en la batalla: aullaban los canalones, las fallebas de las
ventanas temblequeaban, retemblaban los cristales de las galerías,
coreando el dúo de bajos, profundo, amenazador y temeroso, entonado
por los dos mares, el de la bahía y el del Varadero. Tampoco estaban
ellos para bromas.
En cambio, celebrábase gran fiesta en una casa de ricos comerciantes
del barrio de Abajo, la de Sobrado Hermanos. Era el santo de Baltasar,
único vástago masculino del tronco de los Sobrados, y cuando más
diabluras hacía fuera el viento, circulaban en el comedor los postres de
una pesada comida de provincia, en que el gusto no había enmendado
la abundancia. Sucediéranse, plato tras plato, los cebados capones,
manidos y con amarilla grasa; el pavo relleno; el jamón en dulce con
costra de azúcar tostado; las natillas, con arabescos de canela, y la tarta,
el indispensable ramillete de los días de días, con sus cimientos de
almendra, sus torres de piñonate, sus cresterías de caramelo y su
angelote de almidón ejecutando una pirueta con las alas tendidas. Ya se
aburrían los grandes de estar en la mesa; no así los niños. Ni a tres
tirones se levantarían ellos, cabalmente en el feliz instante en que era
lícito tirarse confites, comer con los dedos, hacer, de puro ahítos, mil
porquerías y comistrajos con su ración. Todo el mundo les dejaba
alborotar; era el momento de la desbandada; se habían pronunciado
brindis y contado anécdotas con mayor o menor donaire; pero ya nadie
tenía ánimos para sostener la conversación, y el Sobrado tío, que era
grueso y abotargado, se abanicaba con la servilleta. Levantó la sesión el
ama de casa, doña Dolores, diciendo que el café estaba prevenido en la
sala de recibir.
En esta se habían prodigado las luces: dos bujías a los lados del piano

vertical; sobre la consola, en los candelabros de zinc, otras cuatro de
estearina rosa, acanaladas; en el velador central, entre los albums y
estereóscopos, un gran quinqué con pantalla de papel picado.
Iluminación completa. ¡Es que por Baltasar echaban gustosos los
Sobrados la casa por la ventana, y más ahora que lo veían de uniforme,
tan lindo y galán mozo! A la fiesta habían sido convidados todos los
íntimos: Borrén, otro alférez llamado Palacios, la viuda de García y sus
niñas, de las cuales la menor era Nisita, la rubia de los barquillos, y por
último, la maestra de piano de las hermanas de Baltasar. La velada se
organizó, mejor dicho, se desordenó gratamente en la sala: cada cual
tomó el café donde mejor le plugo: doña Dolores y su cuñado, que
resoplaba como una foca, se apoderaron del sofá para entablar una
conferencia sobre negocios. Sobrado el padre fumaba un puro del
estanco, obsequio de Borrén, y saboreaba su café, aprovechando hasta
el del platillo. La niña mayor de García, Josefina, se sentó al piano,
después de muy rogada, y tras mil repulgos dio principio a una fantasía
sobre motivos de Bellini; Baltasar se colocó a su lado para volver las
hojas, mientras sus hermanas gozaban con las gracias de Nisita, que
roía un trozo de piñonate: manos, hocico y narices, todo lo tenía
empeguntado de almíbar moreno.
--¡Estás bonita!--exclamaba Lola, la mayor de Sobrado--. ¡Puerca,
babada, te quedarás sin dientes!
--No me impies--chillaba el angelito--; no me impies... voy a
chucharme ota ves.--Y sacaba de la faltriquera un adarve del castillo de
la tarta.
--¿Ha visto usted qué día?--preguntaba Borrén a la viuda de García, que
bien quisiera dejar de serlo--. Una garita ha derribado el viento; por
más señas que cayó sobre el centinela, ¿eh?, y a poco le mata. Y usted,
¿cómo se vino desde su casa?
--¡Jesús... puede usted figurarse! Con mil apuros.... Yo no sé cómo me
arreglé para sujetar la ropa... y así todo....
--¡Quién
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