La Tribuna | Page 6

Emilia Pardo Bazán
voceaba en silencio, pues nada tenía de análogo a la afectuosa
comunicación que establece el lenguaje entre seres racionales y
humanos, aquel grito gutural en que, tal vez para ahorrar un fragmento
de palabra, el viejo suprimía la última sílaba, reemplazádola por
doliente prolongación de la vocal penúltima:
--Barquilleeeeé....

-III-
Pueblo de su nacimiento
Al sentar el pie en la calle, Amparo respiró anchamente. El sol, llegado
al zenit, lo alegraba todo. En los umbrales de las puertas los gatos,
acurrucados, presentaban el lomo al benéfico calorcillo, guiñando sus
pupilas de tigre y roncando de gusto. Las gallinas iban y venían
escarbando. La bacía del barbero, colgada sobre la muestra y rodeada
de una sarta de muelas rancias ya, brillaba como plata. Reinaba la
soledad, los vecinos se habían ido a misa o de bureo, y media docena
de párvulos, confiados al Ángel de la Guarda, se solazaban entre el
polvo y las inmundicias del arroyo, con la chola descubierta y
expuestos a un tabardillo. Amparo se arrimó a una de las ventanas bajas,
y tocó en los cristales con el puño cerrado. Abriéronse las vidrieras, y
se vio la cara de una muchacha pelinegra y descolorida, que tenía en la
mano una almohadilla de labrar donde había clavados infinidad de
menudos alfileres.
--¡Hola!
--¿Hola, Carmela, andas con la labor a vueltas?--pues es día de misa.
--Por eso me da rabia... contestó la muchacha pálida, que hablaba con
cierto ceceo, propio de los puertecitos de mar en la provincia de
Marineda.
--Sal un poco, mujer... vente conmigo.
--Hoy... ¡quién puede! Hay un encargo... diez y seis varas de puntilla
para una señora del barrio de Arriba.... El martes se han de entregar sin
falta.
Carmela se sentó otra vez con su almohadilla en el regazo, mientras los
hombros de Amparo se alzaban entre compasivos e indiferentes, como
si murmurasen--«Lo de costumbre»--. Apartose de allí, y sus pies
descendieron con suma agilidad la escalinata de la plaza de Abastos,
llena a la sazón de cocineras y vendedoras, y enhebrándose por entre

cestas de gallinas, de huevos, de quesos, salió a la calle de San Efrén, y
luego al atrio de la iglesia, donde se detuvo deslumbrada.
Cuanto lujo ostenta un domingo en una capital de provincia se veía
reunido ante el pórtico, que las gentes cruzaban con el paso majestuoso
de personas bien trajeadas y compuestas, gustosas en ser vistas y
mutuamente resueltas a respetarse y a no promover empujones. Hacían
cola las señoras aguardando su turno, empavesadas y solemnes, con
mucha mantilla de blonda, mucho devocionario de canto dorado,
mucho rosario de oro y nácar, las madres vestidas de seda negra, las
niñas casaderas, de colorines vistosos. Al llegar a los postigos que más
allá del pórtico daban entrada a la nave, había crujidos de enaguas
almidonadas, blandos empellones, codazos suaves, respiración agitada
de damas obesas, cruces de rosarios que se enganchaban en un encaje o
en un fleco, frases de miel con su poco de vinagre, como--ay, usted
dispense.... A mí me empujan, señora, por eso yo.... No tire usted así,
que se romperá el adorno.... Perdone usted.
Deslizose Amparo entre el grupo de la buena sociedad marinedina, y se
introdujo en el templo. Hacia el presbiterio se colocaban las señoritas,
arrodilladas con estudio, a fin de no arrugarse los trapos de cristianar, y
como tenían la cabeza baja, veíanse blanquear sus nucas, y alguna
estrecha suela de elegante botita remangaba los pliegues de las faldas
de seda. El centro de la nave lo ocupaba el piquete y la banda de
música militar, en correcta formación. A ambos lados, filas de hombres,
que miraban al techo o a las capillas laterales, como si no supiesen qué
hacer de los ojos. De pronto lució en el altar mayor la vislumbre de oro
y colores de una casulla de tisú; quedó el concurso en mayor silencio;
las damas abrieron sus libros con las enguantadas manos, y a un tiempo
murmuró el sacerdote Introito y rompió en sonoro acorde la charanga,
haciendo oír las profanas notas de Traviatta, cabalmente los compases
ardientes y febriles del dúo erótico del primer acto. El son vibrante de
los metales añadía intensidad al canto, que, elevándose amplio y
nutrido hasta la bóveda, bajaba después a extenderse, contenido, pero
brioso, por la nave y el crucero, para cesar, de repente, al alzarse la
hostia; cuando esto sucedió, la marcha real, poderosa y magnífica,
brotó de los marciales instrumentos, sin que a intervalos dejase de

escucharse en el altar el misterioso repiqueteo de la campanilla del
acólito.
A la salida, repetición del desfile: junto a la pila se situaron tres o
cuatro de los que ya no se llamaban dandys ni todavía gomosos, sino
pollos y gallos, haciendo ademán de humedecer los dedos en agua
bendita, y tendiéndolos bien enjutos a
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