La Tribuna | Page 4

Emilia Pardo Bazán
y sobriamente, sin
concupiscencia, se desayunó bebiendo las sobras por el puchero mismo.
Enjugó después su frente regada de sudor con la manga de la camisa,
entró a su vez en el cuarto próximo; y al volver a presentarse, vestido
con pantalón y chaqueta de paño pardo, se terció a las espaldas la caja
de hoja de lata y se echó a la calle. Amparo, cubriendo la brasa con
ceniza, juntaba en una cazuela berzas, patatas, una corteza de tocino, un
hueso rancio de cerdo, cumpliendo el deber de condimentar el caldo del
humilde menaje. Así que todo estuvo arreglado, metiose en el cuchitril,
donde consagró a su aliño personal seis minutos y medio, repartidos
como sigue: un minuto para calzarse los zapatos de becerro, pues
todavía estaba descalza; dos para echarse un refajo de bayeta y un
vestido de tartán; un minuto para pasarse la punta de un paño húmedo
por ojos y boca (más allá no alcanzó el aseo); dos minutos para
escardar con un peine desdentado la revuelta y rizosa crencha, y medio

para tocarse al cuello un pañolito de indiana. Hecho lo cual, se presentó
más oronda que una princesa a la persona encamada a quien había
llevado el desayuno. Era esta una mujer de edad madura, agujereada
como una espumadera por las viruelas, chata de frente, de ojos chicos.
Viendo a la chiquilla vestida se escandalizó: ¿a dónde iría ahora
semejante vagabunda?
--A misa, señora, que es domingo.... ¿Qué volver con noche ni con
noche? Siempre vine con día, siempre.... ¡Una vez de cada mil! Queda
el caldo preparadito al fuego.... Vaya, abur.
Y se lanzó a la calle con la impetuosidad y brío de un cohete bien
disparado.

-II-
Padre y madre
Tres años antes, la imposibilitada estaba sana y robusta y ganaba su
vida en la Fábrica de Tabacos. Una noche de invierno fue a jabonar
ropa blanca al lavadero público, sudó, volvió desabrigada y despertó
tullida de las caderas.--Un aire, señor--decía ella al médico.
Quedose reducida la familia a lo que trabajase el señor Rosendo: el real
diario que del fondo de Hermandad de la Fábrica recibía la enferma no
llegaba a medio diente. Y la chiquilla crecía, y comía pan y rompía
zapatos, y no había quien la sujetase a coser ni a otro género de tareas.
Mientras su padre no se marchaba, el miedo a un pasagonzalo sacudido
con el cargador la tenía quieta ensartando y colocando barquillos; pero
apenas el viejo se terciaba la correa del tubo, sentía Amparo en las
piernas un hormigueo, un bullir de la sangre, una impaciencia como si
le naciesen alas a miles en los talones. La calle era su paraíso. El gentío
la enamoraba, los codazos y enviones la halagaban cual si fuesen
caricias, la música militar penetraba en todo su ser produciéndole
escalofríos de entusiasmo. Pasábase horas y horas correteando sin
objeto al través de la ciudad, y volvía a casa con los pies descalzos y

manchados de lodo, la saya en jirones, hecha una sopa, mocosa,
despeinada, perdida, y rebosando dicha y salud por los poros de su
cuerpo. A fuerza de filípicas maternales corría una escoba por el piso,
sazonaba el caldo, traía una herrada de agua; en seguida, con rapidez de
ave, se evadía de la jaula y tornaba a su libre vagancia por calles y
callejones.
De tales instintos erráticos tendría no poca culpa la vida que
forzosamente hizo la chiquilla mientras su madre asistió a la Fábrica.
Sola en casa con su padre, apenas este salía, ella le imitaba por no
quedarse metida entre cuatro paredes: vaya, y que no eran tan alegres
para que nadie se embelesase mirándolas. La cocina, oscura y angosta,
parecía una espelunca, y encima del fogón relucían siniestramente las
últimas brasas de la moribunda hoguera. En el patín, si es verdad que se
veía claro, no consolaba mucho los ojos el aspecto de un montón de cal
y residuos de albañilería, mezclados con cascos de loza, tarteras rotas,
un molinillo inservible, dos o tres guiñapos viejos y un innoble zapato
que se reía a carcajadas. Casi más lastimoso era el espectáculo de la
alcoba matrimonial: la cama en desorden, porque la salida precipitada a
la Fábrica no permitía hacerla; los cobertores color de hospital, que no
bastaba a encubrir una colcha rabicorta; la vela de sebo, goteando
tristemente a lo largo de la palmatoria de latón veteada de cardenillo; la
palangana puesta en una silla y henchida de agua jabonosa y grasienta;
en resumen, la historia de la pobreza y de la incuria narrada en prosa
por una multitud de objetos feos, y que la chiquilla comprendía
intuitivamente; pues hay quien sin haber nacido entre sedas y holandas,
presume y adivina todas aquellas comodidades y deleites que jamas
gozó. Así es que Amparo
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