La Tierra de Todos | Page 8

Vicente Blasco Ibáñez
saber con certeza cuántos idiomas poseía.
--Los hablo todos--contestó Elena en espa?ol un día que Robledo le hizo esta pregunta.
Contaba anécdotas algo atrevidas, como si las hubiese escuchado á otras personas; pero lo hacía de tal modo, que el colonizador llegó algunas veces á sospechar si sería ella la verdadera protagonista.
??Dónde no ha estado esta mujer?...--pensaba--. Parece haber vivido mil existencias en pocos a?os. Es imposible que todo eso haya podido ocurrir en los tiempos de su marido, el personaje ruso.?
Si intentaba explorar á su amigo para adquirir noticias, la fe de éste en el pasado de su mujer era como una muralla de credulidad, dura é inconmovible, que cortaba el avance de toda averiguación. Pero llegó á adquirir la certeza de que su amigo sólo conocía la historia de Elena á partir del momento que la encontró por primera vez en Londres. Toda su existencia anterior la sabía por lo que ella había querido contarle.
Pensó que Federico, al contraer matrimonio, habría tenido indudablemente conocimiento del origen de su esposa por los documentos que exige la preparación de la ceremonia nupcial. Luego se vió obligado á desechar esta hipótesis. El casamiento había sido en Londres, uno de esos matrimonios rápidos como se ven en las cintas cinematográficas, y para el cual sólo son necesarios un sacerdote que lea el libro santo, dos testigos y algunos papeles examinados á la ligera.
Acabó el espa?ol por arrepentirse de tantas dudas. Federico se mostraba contento y hasta orgulloso de su matrimonio, y él no tenía derecho á intervenir en la vida doméstica de los otros. Además, sus sospechas bien podían ser el resultado de su falta de adaptación--natural en un salvaje--al verse en plena vida de París.
Elena era una dama del gran mundo, una mujer elegante de las que él no había tratado nunca. Sólo al matrimonio de su amigo debía esta amistad extraordinaria, que forzosamente había de chocar con sus costumbres anteriores. A veces hasta encontraba lógico lo que momentos antes le había producido inmensa extra?eza. Era su ignorancia, su falta de educación, la que le hacía incurrir en tantas sospechas y malos pensamientos. Luego le bastaba ver la sonrisa de Elena y la caricia de sus pupilas verdes y doradas para mostrar una confianza y una admiración iguales á las de Federico.
Vivía en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradisíacas delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en París; pero las más de sus comidas las hacía con Torrebianca y su mujer. Unas veces eran éstos los que le invitaban á su mesa; otras los invitaba él á los restoranes más célebres.
Además, Elena le hizo asistir á algunos tés en su casa, presentándolo á sus amigas. Mostraba un placer infantil en contrariar los gustos del ?oso patagónico?, como ella apodaba á Robledo, á pesar de las protestas de éste, que nunca había visto osos en la Argentina austral. Como él abominaba de tales reuniones, Elena se valía de diversas astucias para que asistiese á ellas.
También fué conociendo á los amigos más importantes de la casa en las comidas de ceremonia dadas por los Torrebianca. La marquesa no presentaba al espa?ol como un ingeniero que aún estaba en la parte preliminar de sus empresas, la más difícil y aventurada, sino como un triunfador venido de una América maravillosa con muchísimos millones.
Decía esto á sus espaldas, y él no podía explicarse el respeto con que le trataban los otros invitados y la simpática atención con que le oían apenas pronunciaba algunas palabras.
Así conoció á varios diputados y periodistas, amigos del banquero Fontenoy, que eran los convidados más importantes. También conoció al banquero, hombre de mediana edad, completamente afeitado y con la cabeza canosa, que imitaba el aspecto y los gestos de los hombres de negocios norteamericanos.
Robledo, contemplándole, se acordaba de él mismo cuando vivía en Buenos Aires y había de pagar al día siguiente una letra, no teniendo reunida aún la cantidad necesaria. Fontenoy ofrecía la imagen que se forma el vulgo de un hombre de dinero, director de importantes negocios en diversos lugares de la tierra. Todo en su persona parecía respirar seguridad y convicción de la propia fuerza. Pero á veces, como si olvidase el presente inmediato, fruncía el ce?o, quedando pensativo y completamente ajeno á cuanto le rodeaba.
--Piensa alguna nueva combinación maravillosa--decía Torrebianca á su amigo--. Es admirable la cabeza de este hombre.
Pero Robledo, sin saber por qué, se acordaba otra vez de sus inquietudes y las de tantos otros allá en Buenos Aires, cuando habían tomado dinero en los Bancos á noventa días vista y era preciso devolverlo á la ma?ana siguiente.
Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar á pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde
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