muy lejos, muy lejos. 
El muchacho saludó a Gabriel, algo intimidado por la cara triste y 
enferma de aquel pariente, del que había oído hablar a su madre como 
de un ser misterioso y novelesco. 
--Aquí donde lo ves--prosiguió Esteban dirigiéndose a su hermano y 
mostrándole al muchacho--, es la peor cabeza de la catedral. El señor 
canónigo Obrero más de una vez le hubiese puesto de patitas en la calle 
si no fuese por consideración a la memoria de su padre y de su abuelo y
al apellido que lleva, pues todos saben que los Luna son antiguos en la 
catedral como las piedras de sus muros.... No se le ocurre calaverada 
que no la realice: en plena sacristía jura como un impío a espaldas de 
los señores beneficiados. ¡No digas que no, granuja! 
Y le amenazaba con una mano, entre severo y risueño, como si en el 
fondo de su pensamiento le hiciesen cierta gracia las faltas del sobrino. 
Éste acogía la reprimenda con muecas que agitaban su cara de 
movilidad simiesca y sin bajar los ojos, que tenían una fijeza insolente. 
--Es una mala vergüenza--continuó el tío--que te peines así, como la 
chulería de la corte que viene a Toledo en las grandes fiestas. En la 
buena época de la catedral ya te hubiesen pelado al rape. Pero como en 
estos tiempos de desamortización, libertad y desgracias, nuestra santa 
iglesia es pobre como una rata, la miseria no deja humor a los señores 
del cabildo para fijarse en detalles, y todo anda abajo que da lástima. 
¡Qué abandono, Gabriel! ¡Si lo vieras! Esto parece una oficina como 
esas de Madrid adonde va la gente a cobrar y echa a correr en seguida. 
La catedral es hermosa como siempre, pero no se encuentra por parte 
alguna la majestad del culto del Señor. Lo mismo dice el maestro de 
capilla, indignándose al ver que en las grandes fiestas sólo toman 
asiento en medio del coro hasta media docena de músicos. La gente 
joven que vive en las Claverías no tiene amor a nuestra Primada y se 
queja de lo cortos que son los sueldos, sin tener en cuenta el temporal 
que aguanta la religión. Si esto continúa, no me extrañará ver a este 
pájaro y a otros tan tunantes como él jugando a la rayuela en el 
crucero... ¡Dios me perdone! 
Y el simple Vara de palo hizo un gesto escandalizándose de sus 
palabras. Después continuó: 
--Este señorito, aquí donde lo ves, no está contento con su estado, y eso 
que, siendo casi un mocoso, ocupa el cargo que su pobre padre no pudo 
conseguir hasta los treinta años. Quiere ser torero, y hasta un domingo 
se atrevió a salir en una novillada en la plaza de Toledo. Su madre bajó 
desmelenada como una Magdalena a contármelo todo, y yo, pensando 
que su padre había muerto y me correspondía hacer sus veces, aguardé 
al señor cuando volvía de la plaza echándolas de guapo, y lo arreé
desde la escalera de la torre hasta su habitación con la misma vara de 
palo que me sirve en la catedral. Él te dirá si tengo la mano dura 
cuando me enfado.... ¡Virgen del Sagrario! ¡Un Luna de la Santa Iglesia 
Primada metido a torero! ¡Poco rieron los canónigos y hasta el señor 
cardenal, según me han dicho, al conocer el caso! Un beneficiado de 
buen humor le apodó desde entonces el Tato, y así le llaman todos en la 
casa. ¿Has visto, hermano, qué honra proporciona a la familia este 
tuno...? 
El silenciario pretendía anonadar con su mirada al Tato, pero éste 
sonreía, sin impresionarse gran cosa con las palabras de su tío. 
--Y no creas, Gabriel--continuó--, que a este individuo le falta un 
pedazo de pan y por eso hace tales disparates. A pesar de su mala 
cabeza, tiene desde los veinte años el cargo de perrero de la santa 
catedral: ha llegado adonde sólo se llegaba en tiempos mejores después 
de muchos años y buenas agarraderas. Cobra sus seis realitos diarios, y 
como anda suelto por la iglesia, puede enseñar las curiosidades a los 
forasteros. Con las propinas que le caen está mejor que yo. Los 
extranjeros que visitan la catedral, gentes descomulgadas que nos miran 
como monos raros y encuentran todo lo nuestro curioso y digno de risa, 
se fijan en él. Las inglesas le preguntan si ha sido toreador, y él ¡para 
qué necesita más...! Al ver que le dan por el gusto, suelta el saco de las 
mentiras (porque a embustero nadie le echa la pata encima) y cuenta las 
grandes corridas que lleva dadas en Toledo y fuera de él, los toros que 
ha muerto... y esos bobalicones de Inglaterra toman nota en sus 
álbumes, y hasta alguna rubia patuda dibuja de un trazo la cabeza de 
este    
    
		
	
	
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