las caras ajenas, ¡mal hecho!, ¡trabajo perdido!, no podía encontrarse; 
¡el yo de entonces no existía! 
¡Qué dolor tan grande, tan sutil y refinado! Llevaba consigo un muerto, 
y acababa de averiguarlo, en hora crítica, por la confidencia de un 
turbio espejo de café. 
Se levantó, pagó, y lentamente se encaminó hacia la fonda. Preguntó a 
qué hora salía el primer tren... A las doce; faltaban cuarenta minutos. 
-¡A la estación! -gritó al mozo que empuñaba el asa de su maleta. 
Por dentro 
Vistiendo el negro hábito de los Dolores, en el humilde ataúd -de los 
más baratos, según expresa voluntad de la difunta-, yacían los restos de 
la que tan hermosa fue en sus juventudes. La luz de los cuatro cirios 
caía amarillenta sobre el rostro de mármol, decorado con esa majestad 
peculiar de la muerte. Aquella calma de la envoltura corporal era signo 
cierto de la bienaventuranza del espíritu: así lo supuso María del Deseo, 
sobrina de la que descansaba con tan augusto reposo al asomarse a la 
puerta para contemplar por última vez el semblante de la Dolorosa. 
Desde su niñez, oía repetir María del Deseo que la tía Rafaela era una 
santa. No de esas santas bobas, de brazos péndulos y cerebro adormido, 
sino activa, fuerte, luchadora. No se pasaba las mañanas acurrucada en
la iglesia, sino que, oída su misa, emprendía las ascensiones a 
bohardillas malolientes, las correrías por barrios de miseria, las 
exploraciones por las comarcas salvajes del vicio y las suciedades 
suburbanas. Llevaba dinero, consejos, resoluciones para casos extremos 
y desesperados. Se sentaba a la cabecera de los enfermos, y mejor si el 
mal era infeccioso, repugnante y muy pegadizo. Y si encontraba a un 
enfermo de la voluntad, a un candidato al crimen..., entonces establecía 
cordial intimidad con el miserable, buscándole trabajo adecuado a su 
gusto y a su aptitud, distrayéndole, mimándole, hasta salvar y redimir 
su pobre alma ulcerada y doliente. Así la voz del pueblo, unísona con la 
de la familia, repetía esta afirmación: «¡Doña Rafaela Quirós, la 
Dolorosa, era una santa!» 
La sobrina, recluida en el convento del Sagrado Corazón, donde se 
educaba con arreglo a su clase social, creía de un modo tierno y poético 
en la santidad de la hermana de su madre. Por charlas oídas a las 
doncellas primero, a las monjas después, sabía que doña Rafaela usaba, 
pegado a la carne, un rallo de hojalata, un cinturón de martirio; que se 
pasaba días enteros sin más alimento que un reseco mendrugo y un 
sorbo de agua pura. La imaginación de la niña se enfervorizaba, y al 
recordar la siempre arrogante figura de la Dolorosa, la veía despidiendo 
vaga claridad, luz que emitía el puro cuerpo mortificado y ennoblecido 
por la penitencia. ¡Ella sería como doña Rafaela, cuando pudiese, 
cuando mandase en sus acciones! Ella continuaría la hermosa leyenda... 
Y he aquí que, a los pocos días de haber vuelto María del Deseo a su 
casa, cumplidos los diecisiete años, doña Rafaela sucumbía a una 
enfermedad cardíaca, contraída de tanto subir y bajar escaleras de 
pobres, afirmaba el médico... Como el soldado que se desploma al pie 
de la bandera, al oscurecer de una jornada de combate, la santa caía 
vencida por su tarea sublime de consoladora -envidiable tránsito-. Por 
eso su cara tenía aquella expresión de paz, tan diferente de la angustia 
indefinible que la nublaba en vida... 
¡Así quisiera estar, a la hora inevitable, María del Deseo! Ella seguiría 
las huellas de su buena tía doña Rafaela Quirós; pisaría el mismo 
camino de abrojos, que conduce al prado de bienandanza; sería otra 
Dolorosa. Y para confirmar su vocación, venía, a las altas horas,
aprovechando el descuido de las criadas encargadas de velar, a recoger 
a hurto una reliquia, algo muy íntimo, muy personal, sobre el santo 
cuerpo. Para el latrocinio piadoso, María del Deseo había escondido 
unas tijeras de bordar en el bolsillo. 
Trémula, fría, resuelta, se acercó al cadáver. El aroma funerario, 
semicorrompido, de las rosas que lo cubrían -nadie ignora qué olor 
peculiar contraen las flores colocadas sobre los muertos- sobrecogió a 
la niña. Sus tirantes nervios la sostuvieron, y fue derecha hacia la 
cabecera del ataúd. Como si tratase de cometer un crimen, atisbó 
alrededor para convencerse de que no la veía nadie. Dilatados los ojos, 
entrecortado el aliento, se decidió al fin a mirar atentamente la cara 
color de cera de la Dolorosa. En los labios cárdenos se había fijado una 
especie de sonrisa extraña. María apartó la vista del semblante en que el 
enigma de la muerte parecía amenazar y atraer a un tiempo, y valerosa 
y horrorizada, deslizó la mano por la abertura del hábito, buscando el 
escapulario que allí estaría, impregnado de la vitalidad y del 
sufrimiento de la santa. Su mano crispada tropezó con un objeto, 
metálico y    
    
		
	
	
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