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Emilia Pardo Bazán 
Bromita 
Había un compañero de oficina, un señor Picardo, que nos divertía 
infinito -díjome el cesante, sacudiendo momentáneamente la 
preocupación que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin 
empleo-. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía 
un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre 
Reinaldo Anís. 
Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus 
peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, 
tenía un genio cascarrabias. Por eso nos entretenía pincharle, porque 
saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa oír los 
desatinos que discurría Anís, las invenciones que se traía cada mañana 
para desesperar al santo varón. 
Picardo padecía la enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a 
quien oía en la tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como 
estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le 
regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos 
tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don 
Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión. 
-Verá usted lo que todos opinan... 
-A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio. 
¿Su criterio? Eso no se lo consentíamos. Caía sobre él la oficina en 
peso. Y había que verle, medio loco, defendiéndose como ciervo entre 
alanos. Ya persuadido de que le aturdíamos y no lo dejábamos resollar,
se encogía, se enfurruñaba y casi desaparecía su cabeza bajo el cuello 
de su famoso gabán color chocolate barato. Picardo era calvo, 
engurruminado, pequeñito; no tenía cejas, y cuando tardaba en afeitarse, 
le salía un pelo de barba como hierba pobre. Al irritarse poníase 
colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si le hubiesen 
escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos 
guiñábamos el ojo. 
-¡Ahora! ¡Ahora! ¡El pavo! 
No obstante, a la larga nos pareció que a Picardo se le embotaba la 
sensibilidad. Ya oía tranquilo, o poco menos, nuestras herejías contra 
oradores y cantantes. Habíamos gastado aquel resorte. Entonces 
acordamos buscar otros. 
Sabíamos algo de su historia; no ignorábamos que Picardo había 
sufrido infortunios conyugales, y hasta que había estado loco, o punto 
menos, una temporada. También decían que por poco se mete trapense, 
y que su esposa residía en Barcelona gastando boato. Nos propusimos 
que nos contase estas aventuras; pero no hubo forma. Lo único que 
logramos fue hacer reaparecer el consabido rubor de toda su cara y 
seguramente de toda su piel. 
Como no dio más juego el asunto, emprendimos la tarea de herir los 
sentimientos de Picardo; porque ha de saberse que Picardo era una 
mina de sentimientos, y que si la noble indignación se vendiese al peso, 
Picardo se hace poderoso. Anís le banderilleó atacando a ministros y 
grandes hombres, autoridades y celebridades, y no dejando a ninguno 
hueso sano. La verdad es que no entiendo por qué esto le arrebolaba 
tanto a Picardo el cuero cabelludo. Agotado el filón, Anís arremetió con 
la Iglesia y, hecho un Renan, destrozó el dogma. Después le tocó el 
turno a las instituciones, pero aquí le atajamos, no fuese que un portero 
oyese la retahíla, la tomase por donde quema y se armase un caramillo. 
En pos de la fe y los poderes constituidos, acometió Anís a la moral, y 
expuso doctrinas de un inmoralismo crudo y canibalesco. Los 
argumentos que desenterró para convencer a Picardo de que debemos 
comernos los unos a los otros eran de lo más salado y bufo. Picardo 
gruñía; pero lo que le sacó de sus casillas, lo que le puso no rojo, sino
violeta, fueron los insultos de Anís a las mujeres. Aquel día, al final, se 
abalanzó contra el deslenguado -fue el nombre que le dio-, y creíamos 
que en un rapto de furor le sacaba los ojos. Anís se echó atrás 
tartamudeando: 
-Pero ¿qué le pasa a este imbécil? 
No tardamos en saber lo que le pasaba. Averiguamos que Picardo tenía 
una hija, a quien adoraba, de quien no hablaba nunca, y que algunas 
frases de Anís le habían sonado como alusiones a la muchacha. Pura 
casualidad, pues Anís ignoraba su existencia. 
Lo cierto es que Anís quedó deseoso de jugarle una gorda a Picardo, y 
que no tardó en conseguirlo. 
-Dejémosle ya en paz -recuerdo que dije al bromista-. Da fatiga torearle 
tanto. 
-Nada de eso -protestó él-. Lo que haré será discurrir algo fino, una 
broma que se pegue al cuerpo. 
Me acuerdo de que esta conversación fue el sábado antes de Carnaval, 
y el domingo convidé yo al teatro a toda la oficina. Nos reímos como 
benditos con el gracioso sainete Los pantalones; hasta Picardo se reía. 
Anís tomaba en la representación interés especial. 
Pasados los Carnavales, volvimos a nuestras tareas. Yo creí    
    
		
	
	
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