Impresiones, Poesías | Page 3

Joseph Campo-Arana
del revoque moderno, que confunde en sabrosísimo consorcio los edificios públicos y los platos de huevos moles adornados de clara batida, donde las Góngoras lucen la habilidad de sus manos para delicia de los fieles golosos; verdad es que aquella tierra inculta no se habia engalanado todavía con la improvisada exuberancia de la naturaleza municipal; pero no es ménos cierto que la Plaza de Santa Ana, sin sus tenduchos de madera en que los gorriones morian tan rabiosos y desesperados como Werther, en que los grillos se ensayaban para cantar zarzuela, en que los titís y las cacatúas daban con sus asquerosas miradas y con su coquetismo, abundantes pruebas de que los vicios y flaquezas son lo que más une al hombre con los animales; sin todo eso, repito, la Plaza de Santa Ana será todo lo que se quiera... ménos la Plaza de Santa Ana. ?Quién, cuando muchacho, no se ha extasiado ante aquellos destartalados cajones? ?Quién, por el módico precio de dos cuartos, no ha comprado, al mismo tiempo que la pobre víctima, el cargo de verdugo, ejercido con tanta inocencia como resolucion? Yo sé de un ni?o (cuyo nombre reservo para no ofender la modestia y resucitar los remordimientos en quien ya es hoy un hombre muy barbudo y que peina canas); yo sé de un ni?o que, al cumplir los nueve a?os, repasó la lista de sus avicidios, y, ménos sanguinario que Tenorio, sintió profundo arrepentimiento y vivo deseo de enmendar de alguna manera sus crímenes, y ya que no pudo decir aquello de
Si buena vida os quité,?buena sepultura os dí...
porque los cadáveres se habian extraviado por el garguero del gato de su casa, pidió á su padre (no al padre del gato, al marido de su madre) dinero para comprar todos los billetes de la próxima extraccion de lotería; medio ingenioso que habia imaginado el infante para sacar el premio gordo, comprar con él todos los pájaros de la Plaza de Santa Ana, y en un dia y una hora darles libertad.
?Dulce, encantadora edad de la infancia, en que lo feo es bonito, toda ambicion posible, y hasta los remordimientos se presentan con forma cómica!
En un ángulo de la plazuela, se alzaba por el a?o de 1868, y debe alzarse todavía (el regente de la imprenta no me dá tiempo para averiguarlo), una casa de tres pisos y un solo balcon en cada uno, propiedad de una maestra de ni?as, que tenia amiga en la calle de Belen, y que, para cierto objeto que más adelante se dirá, cayó en gracia (el cuarto, no la maestra,--esto de escribir de prisa tiene muchos y graves inconvenientes) á unos cuantos jóvenes, escritores unos, que no escribian; estudiantes otros, que no estudiaban, y empleado alguno, que empleaba el tiempo en no asistir á la oficina. Aquel cuarto, tan reducido que bien hubiera podido llamarse ochavo, constaba de un pasillo estrecho, que parecia ancho á fuerza de ser corto, un gabinete donde bien podrian caber seis personas de pié, pero incómodamente, y un balcon á la _plaza de los pájaros_.
Cuando los mancebos en cuestion se dirigieron á su propietaria y le manifestaron el atrevido pensamiento de alquilarlo, la ilustrada y nariguda maestra de ni?as estuvo indecisa largo tiempo: el que ellos tardaron en reunir, escudri?ando y vaciando los bolsillos de todos, la escasa cantidad á que montaba el mes adelantado y el de fianza. Sin embargo, sus temores, que entónces ni siquiera sospecharon los inquilinos, eran injustos y probaban que la maestra de ni?as sabía más de lo estrictamente necesario para dar buena educacion á unas cuantas se?oritas. Aquella habitacion se habia alquilado para trabajar; para,--huyendo de lloros de ni?os y cánticos de criadas en las respectivas casas de los mozalvetes, y de la inspeccion más bien intencionada que rígida de la familia,--dedicarse á lo que formaba todo su encanto: emborronar cuartillas y hacer artículos que se insertaban de balde en el Cascabel ó en el Museo Universal (y resultaban caros), componer versos indignos hasta de los periódicos de modas, dramas destinados á ser rechazados por todas las empresas, y otras haza?as por el estilo.
?Cuán dichosa tarde, aquella en que sentados en el suelo al rededor de una silla de Vitoria, ante una humeante ponchera, se inauguró lo que desde luego fué bautizado con el poético nombre de El Nido, y se acordó por unanimidad la conveniencia de amueblarlo... si la próxima sesion habia de levantarse con pantalones completos. Uno llevó las sillas al dia siguiente (?cuántas noches debió so?ar el sillero con que se habia ido á Sevilla!); otro una máquina de café; otro una coleccion de retratos de hombres célebres; otro una pipa para fumar él y llenar el cuarto de peste y de humo, asegurando que así lo calentaba, y otro una estera de verano, aprovechando
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