piedra, cada escollo y cada gruta tiene su leyenda y evoca las sombras 
de uno o de muchos personajes históricos o míticos: Ulises, las Sirenas, 
Eneas, la Sibila de Cumas, los héroes de Roma, los sabios de la magna 
Grecia, Aníbal olvidándose de sus triunfos en las delicias de Capua, 
Alfonso de Aragón el Magnánimo haciendo renacer y florecer la 
antigua clásica cultura, todo esto acude a la mente del que vive en 
Nápoles y hasta se pone en consonancia con los nombres sonoros y 
nobles que conservan los sitios: el Posilipo, el Vómero, Capri, Ischia, 
Sorrento, el Vesubio, Capua, Pestum, Cumas, Amalfi y Salerno. 
En cambio, los nombres de los alrededores de Río no pueden ser más 
vulgares ni más vacíos de todo poético significado: la Sierra de los 
Órganos, el Corcobado, el Pan de Azúcar, Botafogo, las Larangeiras y 
la Tejuca. 
La falta, no obstante, de sonoridad y nobleza en los nombres, y de altos 
recuerdos históricos en los sitios, está más que compensada por la 
espléndida pompa y por la gala inmarcesible que la fértil naturaleza 
despliega allí y difunde por todos lados. 
Nuestro mayor recreo campestre era ir a caballo a la Tejuca, con la 
fresca, casi al anochecer. Pasábamos la noche en una buena fonda que 
allí había, donde nunca faltaba gente alegre que jugaba a los naipes y 
cenaba ya tarde. También se solía bailar cuando había mujeres. 
Aquel sitio era delicioso. El fresco y abundante caudal de agua
cristalina que traía un riachuelo se lanzaba desde la altura de unos 
cuantos metros y formaba una cascada espumosa y resonante. Por todas 
partes había gran espesura de siempre verdes árboles; palmas, 
cocoteros, mangueras y enormes matas de bambúes. Innumerable 
multitud de luciérnagas o cocuyos volaban y bullían por donde quiera, 
durante la noche, e iluminaban con sus fugaces y fantásticos 
resplandores hasta lo más esquivo y umbrío de las enramadas. 
De las frecuentes expediciones a la Tejuca, ya volvíamos a altas horas 
de la noche, formando alegre cabalgata, ya volvíamos al rayar el alba. 
No se crea con todo, que las expediciones a la Tejuca eran el mayor 
encanto que Río tenía para nosotros. Había otro encanto mucho mayor, 
la casa de la Sra. de Figueredo, centro brillantísimo de la high life 
fluminense. 
La Sra. de Figueredo tendría entonces de veinticinco a treinta años: era 
una de las mujeres más hermosas, elegantes y amables que he conocido. 
Su marido, ya muy viejo, era quizá el más rico capitalista de todo el 
Brasil. Prendado de su mujer, gustaba de que luciese, y lejos de 
escatimar, prodigaba el dinero que dicho fin requería. 
Su vivienda era un hotel espacioso, amueblado con primor y con lujo, 
en el centro de un bello jardín, bastante dilatado para que por su 
extensión casi pudiera llamarse parque. 
Menos en las temporadas en que había teatro, la Sra. de Figueredo 
recibía todas las noches. Cuando había teatro recibía también, pero no 
siempre. Sus tertulias eran animadísimas y solían durar hasta después 
de la una. Bien podía afirmarse que empezaban a las siete, porque la 
Sra. de Figueredo rara vez dejaba de tener convidados a comer, 
agasajándolos con cuantas delicadezas gastronómicas puede inventar y 
condimentar un buen cocinero, sin freno ni tasa en el gasto. Pero lo que 
sobre todo hacía agradable aquella casa, era la misma Sra. de Figueredo, 
que unía a su elegancia, discreción y hermosura, el carácter más franco 
y regocijado. Del sitio en que ella se presentaba, salía huyendo la 
tristeza. En torno suyo y en su presencia, no había más que 
conversaciones apacibles o jocosas, risas y burlas inocentes, sin
mordacidad ni grave perjuicio del prójimo. Natural era, pues, que el 
primer obsequio que, no bien llegase a Río, se podía hacer a un 
forastero, era presentarle a una dama tan hospitalaria y divertida. 
 
-III- 
En el tiempo de que voy hablando, aportó a Río, como secretario de la 
Legación de Su Majestad Británica, un inglesito joven y guapo; 
probablemente tendría ya cerca de treinta años, pero su rostro era muy 
aniñado y parecía de mucha menor edad. Era blanco, rubio, con ojos 
azules y con poquísima barba, que llevaba muy afeitada, salvo el 
bigotillo, tan suave, que parecía bozo y que era más rubio que el 
cabello. Era alto y esbelto, pero distaba no poco de ser un alfeñique. En 
realidad era fuerte y muy ágil y adiestrado en todos los ejercicios 
corporales. Tenía talento e instrucción, y hablaba bien francés, español 
e italiano, aunque todo con el acento de su tierra. Tenía modales 
finísimos, aire aristocrático y conversación muy amena cuando tomaba 
confianza, pues en general parecía tímido y vergonzoso, y a cada paso, 
por cualquier motivo y a veces sin aparente motivo, se ponía colorado 
como la grana. 
No está bien que se declare aquí    
    
		
	
	
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