feo como parecía bajo el 
andrajoso manto de la miseria, que con un buen collar y bien 
alimentado podía presentarse en cualquier parte sin que su amo se 
avergonzara. 
Pero lo más hermoso de Fortuna eran los ojos, en donde resplandecía la 
inteligencia, sobre todo cuando sentado sobre sus patas traseras miraba 
fijamente a Juanito como deseando adivinar sus pensamientos para 
ejecutarlos. 
Una tarde el abuelo y el nieto fueron a ver una viña rodeada de
almendros que se había plantado la misma semana del nacimiento de 
Juanito y que en el pueblo llamaban La Juanita. 
Don Salvador, en todos estos paseos campestres, llevaba siempre un 
libro. 
Se sentaron a descansar a la sombra de un almendro, y a la caída de la 
tarde regresaron al pueblo. 
Ya cerca de casa, don Salvador echó de menos el libro. 
--¡Ah!--exclamó,--me he dejado al pie del árbol mi precioso ejemplar 
de El libro de Job, parafraseado en verso por Fray Luís de León. Es 
preciso volver por él sentiría perderlo.[10] 
Fortuna, que iba detrás, de dos saltos se puso delante, y levantando la 
cabeza, se quedó mirando a sus amos. 
El perro llevaba el libro en la boca con tal delicadeza, que ni siquiera lo 
había humedecido. 
--Muchas gracias, Fortuna,--le dijo don Salvador acariciando la 
inteligente cabeza del perro.--Este ejemplar lo tengo en gran estima y 
hubiera sentido mucho el perderle porque es un recuerdo de mi madre. 
Esta noche cuando cenemos procuraré hacerte alguna fineza para 
demostrarte mi agradecimiento.[11] 
El perro comenzó a dar saltos y a ladrar con gran alegría, no por la 
golosina ofrecida, sino porque comenzaba a ser útil a sus amos. 
A los ocho días Juanito y Fortuna eran los dos mejores amigos del 
mundo: no se separaban nunca. El perro dormía sobre un pedazo de 
alfombra a los pies de la cama del niño.[12] 
Una mañana don Salvador y Juanito se hallaban en el jardín: el perro 
les seguía como siempre. Don Salvador tendió horizontalmente el 
bastón que llevaba en la mano para señalar una planta, y entonces 
Fortuna dio un salto por encima del bastón con gran agilidad y luego se
quedó sobre sus patas traseras, erguido y grave; volvió a tender su 
bastón don Salvador y volvió a saltar Fortuna, pero entonces se quedó 
con las manos apoyadas en el suelo y las patas traseras por el aire. 
Un día Juanito estornudó con gran fuerza y Fortuna introdujo el hocico 
en el bolsillo de la americana del abuelo, le sacó el pañuelo y fue a 
presentárselo a Juanito. 
[Illustration: FORTUNA DIÓ UN SALTO POR ENCIMA DEL 
BASTÓN] 
Esto hizo reír mucho al abuelo y al nieto, porque Fortuna iba 
presentando de día en día nuevas habilidades que le elevaban a la 
ilustrada categoría de perro sabio; por lo que dedujeron que en sus 
mocedades habría sido perro de volatinero, y tanto al abuelo como al 
nieto se les pasaban grandes ganas de saber el origen de aquel amigo 
que les había deparado su buena suerte. 
De seguro que por nada del mundo hubiera Juanito vendido a su perro. 
Así las cosas, una tarde del mes de agosto se paseaban por la carretera 
Juanito, Polonia su nodriza y el perro Fortuna. 
Don Salvador se había quedado en casa con el alcalde y el secretario 
del ayuntamiento, que habían ido a consultarle un asunto grave. 
El sol se hallaba próximo a su ocaso, la temperatura era agradable y en 
el cielo no se veía ni una nube. 
De pronto interrumpió el silencio de los campos un lamento triste, 
prolongado, que al parecer salía de la débil garganta de un niño. 
Juanito y Polonia se miraron; el perro Fortuna gruñó sordamente y se 
acercó a su amo como dispuesto a defenderle. 
--¿Has oído, Polonia?--preguntó Juanito. 
--Sí; parece un niño o una niña que se queja,--contestó la nodriza.
--Y debe ser muy cerca. 
Una muchacha de diez a doce años de edad, flaca, encubierta de 
harapos, el pelo enmarañado y la tez cobriza, se levantó de la cuneta del 
camino, lanzando dolorosos lamentos.[G] 
Fortuna gruñó de un modo amenazador y se acercó más a su amo, con 
el pelo del lomo erizado y enseñando sus blancos colmillos. 
--Calla, Fortuna, calla,--le dijo Juanito, dándole una palmada en la 
cabeza y mirando al mismo tiempo a la niña mendiga que lloraba 
amargamente. 
La muchacha siguió avanzando sin intimidarla los gruñidos 
amenazadores del perro.[13] 
--¿Qué tienes, pobrecita?--le preguntó Juanito. 
--¡Ah, señorito, qué desgracia tan grande para mí!--exclamó la mendiga 
con los ojos arrasados en lágrimas.--Mi pobre abuelo se cayó 
desfallecido de hambre, en el barranco de ese puente, y voy al pueblo a 
pedir auxilio a la guardia civil o a la primera persona caritativa que 
encuentre. 
--¿Pero no podemos nosotros socorrerle?--contestó Juanito.--Mira, la 
primera casa del pueblo es la mía y allí yo    
    
		
	
	
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