oía la voz del cuadrillero Cachucha que gritaba: 
--¡Cuidado con las escopetas!... ¡Ojo, que estoy aquí!... 
En este momento aflictivo se abrió una pequeña puerta de la tapia de un 
jardín y el perro se metió por ella precipitadamente. 
Cachucha bajó con ligereza del caballejo y corrió hacia la casa por 
donde había desaparecido el perro, agitando el sable en el aire con 
nerviosa mano y exclamando con toda la fuerza de sus pulmones: 
--¡Compañeros, salvemos a nuestro padre, salvemos a nuestra 
providencia! 
[Illustration] 
 
CAPÍTULO II
=El indulto= 
Don Salvador Bueno era el vecino más respetable, más sabio, más 
caritativo y más rico del pueblo. 
Sus sesenta años, su cabeza blanca como la nieve, su rostro bondadoso, 
su afable sonrisa y su mirada serena hacían exclamar a todo el mundo: 
ahí va un hombre de bien, un justo. 
Don Salvador había viajado mucho y leído mucho con provecho. Sus 
conocimientos eran tan generales que su conversación resultaba 
siempre instructiva y amena. Veía las épocas antiguas con la misma 
claridad que la presente, y al hablar de los grandes hombres de Grecia y 
de Roma, parecía que hablaba de amigos íntimos que acababan de 
morir pocos días antes. 
Aquel venerable anciano era una enciclopedia siempre a disposición de 
los que querían consultarla en el pueblo. 
Tampoco habían faltado penas al señor Bueno: había visto morir a un 
hijo al año de terminar de un modo brillante la carrera de ingeniero de 
Caminos y Canales y a una hija a los seis meses de dar a luz un 
hermoso niño.[4] 
Don Salvador se había quedado solo en el mundo con su nieto, que se 
llamaba Juanito y en la época que nos ocupa era un precioso niño de 
ocho años de edad.[D] 
El abuelo se había propuesto hacer de su nieto un hombre perfecto. 
--Yo le enseñaré--se decía--todo lo que puede enseñarse en un colegio, 
en el buen sentido de la palabra, porque en los colegios también se 
aprende algo malo. Procuraré, al mismo tiempo que educo su 
inteligencia en los sanos principios de la moral, de la caridad y del 
amor al prójimo, desarrollar sus fuerzas físicas, educar su cuerpo. 
Juanito era un niño tan hermoso de cuerpo como de alma, con una 
inteligencia clarísima y un corazón bondadoso y caritativo.
Entremos ahora en casa de don Salvador Bueno. 
El reloj de la iglesia acababa de dar las doce campanadas del mediodía. 
La casa de don Salvador, situada a la salida del pueblo, tenía un 
espacioso jardín. En el centro de un grupo de corpulentos árboles se 
alzaba un pabellón en donde pasaban durante las calurosas horas de la 
canícula el abuelo y el nieto largos ratos, entregados unas veces a los 
ejercicios de la gimnasia y de la esgrima, otras a la lectura.[5] 
En el momento que vamos a permitir a nuestros lectores que entren en 
el pabellón, don Salvador y Juanito se hallaban haciendo lo que en el 
lenguaje técnico de los gimnasios se llaman poleas, ejercicio que 
desarrolla los músculos de los brazos, ensancha el pecho y abre el 
apetito. 
El viejo y el niño iban vestidos lo mismo, pantalón de lienzo blanco, 
una almilla rayada ceñida al cuerpo, zapatillas y cinturón de lona. 
Este ligerísimo traje era el más a propósito para hacer gimnasia, sobre 
todo en las horas calurosas del mes de julio. 
--Basta por hoy, Juanito, basta por hoy,--dijo el anciano, cogiendo un 
pañuelo y limpiando el sudor que corría con abundancia por la frente de 
su nieto. 
--No estoy cansado,--contestó Juanito,--si Vd. quiere, podemos 
continuar hasta que Polonia nos llame para comer. 
Polonia era el ama de gobierno y había sido nodriza de Juanito. El 
marido de Polonia ejercía en la casa las funciones de mayordomo. 
--No, no; tienes la cara encendida como una amapola,--añadió el viejo 
acariciando la cabeza del niño--y antes de comer conviene que 
descanses un poco. Vaya, échate en el sofá con las manos cruzadas 
debajo de la cabeza: esa postura es muy higiénica. Yo voy a hacer lo 
mismo en esa mecedora.[6]
Juanito, que ya se había tendido en el sofá, se incorporó un poco y dijo: 
--¿Ha oído Vd.? Parece que ha sonado un tiro a lo lejos, en la calle. 
--Será algún cazador que vuelve del monte y habrá disparado la 
escopeta a la entrada del pueblo. 
El niño, que sin duda no quedaba satisfecho con aquellas explicaciones, 
añadió: 
--No, no, abuelito; yo oigo gritos y voces: algo sucede. 
Don Salvador fijó un momento su atención y repuso: 
--Efectivamente, se oye un gran alboroto en la calle. Los gritos, la 
algazara, no solamente iban en aumento, sino que parecían acercarse 
hacia aquel pacífico retiro. 
Don Salvador descorrió la persiana de una de las ventanas del pabellón, 
y asomándose, dijo en voz alta: 
--Atanasio. 
--¿Qué manda Vd., señor?--contestó un hombre    
    
		
	
	
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