Escenas Montañesas | Page 2

D. José M. de Pereda
nace, todo va bien; pero desde el
momento en que, gastado el eje de su vida, se constituye en mero
espectador, nada es de su agrado.--Abrid la historia de las pasadas
sociedades; leed al filósofo crítico más reverendo, y le veréis mientras
se jacta de haber dado ensanche al patrimonio ruin de la inteligencia
que heredó de sus mayores, lamentarse de los locos extravíos de la de
sus hijos.
Y cuando á los nuestros entreguemos mañana el imperio del mundo,
palparemos más evidente esta verdad. Una vez apoderados ellos del
cetro, veréis lo que tarda nuestra generación, entonces caduca é
impotente, en llamarlos dementes y desatentados; casi tan poco como
en que ellos nos miren con lástima, y, alumbrados por el sol de la
electricidad, se rían á nuestras encanecidas barbas de los resoplidos del
vapor de nuestras locomotoras.
Y esto ¿qué significa?

Que la humanidad siempre es la misma bajo los distintos disfraces con
que se va presentando en cada siglo.
Y si el lector al llegar aquí, y en uso de su derecho, me pregunta á qué
conducen las anteriores perogrullescas reflexiones, le diré que ellas son
lo único que saqué en limpio de mi última sesión con mi buen amigo
don Pelegrín.
Don Pelegrín Tarín es un señor fechado aún más allá de la última
decena del siglo XVIII, uno de esos hombres cuyo conocimiento se
hace en el café con motivo de una jugada á las damas, ó la duda de una
fecha, ó el relato de un episodio de la guerra de la Independencia; un
señor chapado y claveteado á la antigua, y en cuyo ropaje y fachada se
puede estudiar la historia civil y política de su tiempo, del mismo modo
que sobre un murallón cubierto de grietas y de musgo se estudia el
carácter de la época en que se construyó ... y no sé cuántas cosas más,
según es fama.
La verdad es, sin que importe el cómo, que don Pelegrín se hizo amigo
mío, y que raro es el día en que no me echa un párrafo de historia
antigua, apenas entro en el café, su morada habitual desde las tres de la
tarde hasta las ocho de la noche, y me siento en mi rincón preferido... Y
ahora recuerdo que la coincidencia de buscar los dos el ángulo más
apartado, á la vez que el sofá más mullido del café, dió origen á nuestro
conocimiento.
Comenzó el buen señor por aburrirme muchas veces, hablándome de la
guerra del francés, como él dice, y del Duque de Wellington.
Hablábame también á cada paso de la política del Rey y de los puntales
del Tesoro, del pingüe resultado de los gremios ... y qué sé yo de
cuántas cosas más; y haciendo sus aplicaciones á las modernas
doctrinas y al presente sistema administrativo, sacaba las consecuencias
que le daba la gana, porque yo á todo atendía menos á contradecirle.
Pero comenzó un día á hablarme del Santander de sus tiempos y de las
costumbres de su juventud, y sin darme cuenta de lo que me sucedía,
halléme con que me iba interesando el viejo don Pelegrín. ¿Y cómo no
interesarme si es la mejor crónica del pueblo, la única tal vez que nos
queda? Desde entonces estreché más mi trato con él, y di en agobiarle á

preguntas. Pero el bendito señor, sea efecto de sus años ó de su carácter
vehemente, tiene la costumbre de comentar todo lo que dice y de
meterse á filosofar y á hacer digresiones sobre la cosa más trivial; de
suerte que nunca pude obtener un cuadro exacto y bien detallado del
Santander de antaño, tal como yo le quería para dársele á mis lectores,
seguro de que me le agradecerían como una curiosidad. Lo más
acabado que salió de su descriptivo-crítico ingenio, es lo que ustedes
van á leer (si tanta honra quieren dispensarme).
Malo ó bueno, ello es de la propiedad de don Pelegrín, y en él declino
mi responsabilidad....

II
Después de un vago preámbulo, exclamó así el buen señor:
--Mire usted, amigo mío: yo no estoy literalmente reñido con esa
batahola infernal, con ese movimiento que forma hoy la base de la
sociedad en que ustedes viven, no señor: comprendo perfectamente
todo lo que vale y el caudal inmenso de ilustración que representa; pero
esto no puede satisfacer las humildes ambiciones de un hombre de mis
años. Desengáñese usted, yo no puedo menos de recordar con
entusiasmo aquellas costumbres rancias, tan ridiculizadas por los
modernos reformistas: ellas me nutrieron, entre ellas crecí y á ellas
debo lo poco que valgo y el fundamento de esta familia que hoy me
rodea, y, aunque montada á la moderna, respeta mis manías, como
ustedes dicen, y me permite vivir cincuenta años más atrás que ella. No
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