muy amiga de tu 
pobre mama. 
Después iban llegando los varones: pobres arrieros, curtidos por los 
vientos glaciales de la Cordillera que derriban á las mulas. Algunos, 
durante las grandes nevadas, habían quedado aislados meses enteros en 
una caverna--lo mismo que los náufragos que se refugian en una isla 
desierta--, teniendo que esperar la vuelta del buen tiempo, mientras á su 
lado morían los compañeros de hambre y de frío. 
--Tomá, Rosalindo, para que me lleves un cirio detrás del Señor. El y 
yo sabemos lo mucho que le debo. 
Todos mostraban una fe inmensa en este Cristo que había llegado al 
país poco después de los primeros conquistadores españoles, á través de 
las soledades del Pacífico, en un cajón flotante, sin vela ni remo, el cual 
fué á detenerse en un puerto del Perú. La imagen había escogido á Salta 
como punto de residencia, y desde entonces llevaba realizados miles y 
miles de milagros. Pero las gentes sencillas de la Cordillera no 
aceptaban que esta divinidad omnipotente traída por los blancos 
pudiese vivir sola, y su imaginación había creado otras divinidades 
secundarias. Respetaban mucho al Cristo de Salta, pero les inspiraba 
más miedo la «Viuda del farolito», una bruja que se aparecía de noche
con un farol en una mano á los arrieros perdidos en los caminos. El que 
la encontraba debía hacer inmediatamente sus preparativos para irse al 
otro mundo, pues seguramente ocurriría su muerte antes de que se 
cumpliese un año. 
Rosalindo Ovejero contó los encargos antes de salir de su casa. Eran 
catorce cirios los que debía llevar en la procesión, y él sólo se creía 
capaz de sostener ocho, cuatro en cada mano, metidos entre los dedos. 
Luego pensó que siempre encontraría en los despachos de bebidas de 
Salta algún «amigazo» de buena voluntad que quisiera encargarse de 
los restantes, y emprendió el camino montado en un jaco que por el 
momento era toda su fortuna. 
Para representar dignamente á los convecinos pidió prestadas unas 
grandes espuelas que, según tradición, habían pertenecido á cierto 
gaucho salteño de los que á las órdenes de Güemes combatieron contra 
los españoles por la independencia del país. Se puso el menos viejo de 
sus ponchos, de color de mostaza, y un sombrero enorme, por debajo de 
cuyos bordes se escapaba una melena lacia é intensamente negra, 
uniéndose á sus barbas de Nazareno. La silla de montar tenía á ambos 
lados unas alas fuertes de correa, llamadas «guardamontes», para librar 
las piernas del jinete de los arañazos y golpes de los matorrales. De 
lejos, estas alas hacían del pobre jaco una caricatura del caballo de las 
Musas. 
Los dos orgullos del joven salteño eran su cabalgadura y su nombre. El 
nombre lo debía á una mestiza sentimental que había estudiado para 
maestra en la ciudad, llevando al pueblecito de los Andes el producto 
de sus desordenadas lecturas. Quiso crear una generación con arreglo á 
sus ideales poéticos, y á él le puso Rosalindo, á un hermano suyo que 
había muerto lo bautizó Idílio, y á una hermana que estaba ahora en 
Bolivia aconsejó que la llamasen Zobeida, como la esposa del sultán de 
Las mil y una noches. 
Rosalindo llegó á Salta el mismo día de la procesión. Era en 
Septiembre, cuando empieza la primavera en el hemisferio austral, y las 
calles estaban impregnadas del perfume de flores que exhalaban sus 
viejos jardines. Volteaban las campanas en las torres de iglesias y
conventos, esbeltas construcciones de gran audacia en un país donde 
son frecuentes los temblores del suelo. Un regimiento de artillería de 
montaña acantonado en Salta por el gobierno de Buenos Aires iba á dar 
escolta al Señor del Milagro. Los frailes de los diversos monasterios 
circulaban por las calles, de aspecto colonial, y por la antigua Plaza de 
Armas, rodeada de soportales lo mismo que una vieja plaza de España. 
Sobre algunas puertas quedaba aún el escudo de piedra, revelador del 
orgullo nobiliario de los que construyeron el caserón en la época que 
aún no había nacido la República Argentina y el país era gobernado por 
los representantes de la monarquía española. 
Se presentó Ovejero puntualmente en la iglesia á la hora de la 
procesión. Desfilaron primeramente las diversas imágenes de los 
pueblos con su acompañamiento de devotos. Habían venido éstos de 
muchas leguas de distancia, bajando las montañas como rosarios de 
hormigas multicolores. Los hombres, al abandonar su caballo con alas 
de cuero y lazo formando rollo á un lado de la silla, marchaban con una 
torpeza de centauro, haciendo resonar á cada paso sus enormes espuelas. 
Con el sombrero sostenido por ambas manos y la cabeza inclinada, 
precedían humildemente á sus imágenes. Confundidos entre ellos 
pasaban sus chicuelos envueltos en ponchos rayados de rojo y negro, y 
sus mujeres, gordas y lustrosas mestizas, que parecían vestidas de 
máscaras    
    
		
	
	
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