año; pero D. Acisclo se servía de los mulos para los acarreos y tráficos, y así se 
ahorraba él de pagar mulero y mulos, y hacía que el marqués ahorrase sobre seis meses 
de piensos. 
Las tierras del marqués estaban muy necesitadas de abono. Don Acisclo adquirió para sí 
no pocas ovejas y cabras, las cuales, a trueque de algunas hierbas inútiles y tal vez 
nocivas y de algunos retoños bajos y viciosos, abonaban bien los mejores olivares del 
marqués. 
Necesitaba el marqués más dinero; era menester tomarle prestado; no había quien le diese 
a menos del 15 por 100. Don Acisclo hallaba a un pariente o a un amigo suyo que le daba
al 12. Así hacía ganar al marqués un tres por ciento anual sobre la cantidad recibida. 
En resolución, y por el estilo mencionado, rindiendo cuentas exactísimas, y demostrando 
matemáticamente que hacía ganar al marqués tres o cuatro mil duros al año con 
administrar tan fiel y celosamente sus bienes, D. Acisclo vino a quedarse con casi todos 
ellos. 
Su señoría, sitiado por hambre, tuvo entonces que abandonar la corte, y se retiró a hacer 
penitencia en Villafría, donde murió, al año de estar, de unas calenturas malignas, que 
infundieron en su sangre la falta de metales y la sobra de bilis. 
Todo el caudal del marqués, a su muerte, podría producir, a lo sumo, 16.000 rs. al año. 
Estoy tan escamado con los críticos profundos que no atino a resolver y declarar si el 
marqués era tonto o discreto. En Madrid había sido el marqués el encanto de la sociedad, 
y había pasado por la discreción en persona. Y, sin embargo, el marqués se había 
quedado pobre. Tal vez consista esto en que haya dos géneros de tontería: la tontería de 
acción y la tontería de palabra, las cuales están en razón inversa en cada ser humano. El 
que no dice tonterías las hace: el que no las hace las dice. Cuando alguien hace y dice 
siempre tonterías, ya es tonto de capirote y goza de tontería absoluta, total, una y toda, 
como se expresarían los filósofos. 
Por dicha no es esto lo común: lo común es ser tonto a medias. Cuando alguien gasta en 
palabras su discreción, enamora a las gentes y hace las delicias de las tertulias; pero, 
consumida toda su discreción en objetos de lujo, sólo tontería le queda para los negocios 
que debieran importarle. Y, por el contrario, todos o casi todos los que consumen su 
discreción en hacer su negocio, son insufribles de tontos o de zafios hasta que le hacen, si 
bien, luego que le han hecho, vuelven a brillar con su discreción en los discursos y 
conversaciones, o bien porque ya no tienen que emplearla en lo útil y la derivan hacia lo 
agradable, o bien por el prestigio seductor de que los circundan su éxito y su buena 
fortuna. 
Así me explico yo que el marqués, que buen poso haya, pasase siempre por discreto en la 
corte, y en su lugar por incapaz de sacramento. 
Razón tenían en su lugar, dirá quien me lea. Si el marqués no hubiera sido tonto, hubiera 
conocido que D. Acisclo le saqueaba y hubiera mudado de administrador. A esto importa 
contestar lo que el marqués contestaba, pues no faltó nunca quien le hiciese dichas 
reflexiones. Yo no trato aquí de sostener que el marqués tenía razón: me limito a repetir 
lo que él decía. Decía, pues, que en veinte leguas a la redonda, tomando a Villafría por 
centro del círculo o redondel, no había más honrado y virtuoso varón que su 
administrador: que el ahorro de cuatro mil duros al año que D. Acisclo se jactaba de 
haberle hecho era de la más rigurosa exactitud; y que por consiguiente todavía le salía 
deudor, en los veinte años que había administrado sus bienes, de algo más de 80.000 
duros. Otro administrador cualquiera hubiera acabado con el marqués en diez años. El 
marqués, por lo tanto, creía deber a D. Acisclo diez años de buena y alegre vida. Otro 
administrador cualquiera no hubiera hecho los adelantos por la mitad menos, y se hubiera
enriquecido más pronto, y no hubiera arruinado a su señor con tantos miramientos, con 
tanta suavidad y pausa, y con tan severa conciencia. El propio D. Acisclo creía, allá en el 
fondo de su alma, aunque rara vez se jactaba de ello por su extremada modestia, que 
había sido para con el marqués un dechado de fieles servidores. Así es que, en el año que 
vivió el marqués en Villafría, ya arruinado, D. Acisclo le sermoneó bien sobre su 
despilfarro e imprevisión, y el marqués le oyó siempre con respeto y hasta compungido a 
veces. 
Con estos sermones y consejos póstumos, con una amistad llena de veneración, que D. 
Acisclo mostró siempre al    
    
		
	
	
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