usted la mano, dirija su corazón por el camino de los 
sentimientos circunspectos y solemnes, e infúndale el respeto que todo 
caballero debe tener a los venerandos monumentos de la antigüedad. 
Mientras esto decía, doña Flora había traído luengas piezas de damasco 
amarillo y rojo y ayudada de su doncella empezó a cortar unas como 
dalmáticas o jubones a la antigua, que luego ribeteaban con galón de 
plata. Como era tan presumida y extravagante en su vestir, creí que
doña Flora preparaba para su propio cuerpo aquellas vestimentas; pero 
luego conocí, viendo su gran número, que eran prendas de comparsa de 
teatro, cabalgata o cosa de este jaez. 
--¡Qué holgazana está usted, señora condesa!--dijo doña Flora--, y 
¿cómo teniendo tan buena mano para la aguja no me ayuda a hilvanar 
estos uniformes para la Cruzada del Obispado de Cádiz, que va 
a ser el terror de la Francia y del Rey José? 
--Yo no trabajo en mojigangas, amiguita--repuso mi antigua ama--y de 
picarme las manos con la aguja, prefiero ocuparme, como me ocupo, en 
la ropa de esos pobrecitos soldados que han venido con Alburquerque 
de Extremadura, tan destrozados y astrosos que da lástima verlos. Estos 
y otros como estos, amiga doña Flora, echarán a los franceses, si es que 
les echan, que no los monigotes de la Cruzada, con su D. Pedro del 
Congosto a la cabeza, el más loco entre todos los locos de esta tierra, 
con perdón sea dicho de la que es su tiernísima Filis. 
--Niñita mía, no diga usted tales cosas delante de este joven sin 
experiencia--indicó con mal disimulada satisfacción doña Flora--; pues 
podría creer que el ilustre jefe de la Cruzada, para quien doy estos 
puntos y comas, ha tenido conmigo más relaciones que la de una 
afición purísima y jamás manchadas con nada de aquello que D. 
Quijote llamaba incitativo melindre. Conociome el Sr. D. Pedro 
en Vejer en casa de mi primo D. Alonso y desde entonces se prendó de 
mí de tal modo, que no ha vuelto a encontrar en toda la Andalucía 
mujer que le interesara. Ha sido desde entonces acá su devoción para 
mí cada vez más fina, espiritada y sublime, en tales términos que jamás 
me lo ha manifestado sino en palabras respetuosísimas, temiendo 
ofenderme; y en los años que nos conocemos ni una sola vez me ha 
tocado las puntas de los dedos. Mucho ha picoteado por ahí la gente 
suponiéndonos inclinados a contraer matrimonio; pero sobre que yo he 
aborrecido siempre todo lo que sea obra de varón, el señor D. Pedro se 
pone encendido como la grana cuando tal le dicen, porque ve en esas 
habladurías una ofensa directa a su pudor y al mío. 
--No es tampoco D. Pedro--dijo Amaranta riendo--con sus sesenta años 
a la espalda, hombre a propósito para una mujer fresca y lozana como
usted, amiga mía. Y ya que de esto se trata, aunque le parezcan 
irrespetuosas y tal vez impúdicas mis palabras, usted debiera 
apresurarse a tomar estado para no dejar que se extinga tan buena casta 
como es la de los Gutiérrez de Cisniega; y de hacerlo, debe buscar 
varón a propósito, no por cierto un jamelgo empedernido y seco como 
D. Pedro, sino un cachorro tiernecito que alegre la casa, un joven, 
pongo por caso, como este Gabriel, que nos está oyendo, el cual se 
daría por muy bien servido, si lograra llevar a sus hombros carga tan 
dulce como usted. 
Yo, que almorzaba durante este gracioso diálogo, no pude menos de 
manifestarme conforme en todo y por todo con las indicaciones de 
Amaranta; y doña Flora sirviéndome con singular finura y amabilidad, 
habló así: 
--Jesús, amiga, qué malas cosas enseña usted a este pobrecito niño, que 
tiene la suerte de no saber todavía más que la táctica de cuatro en fondo. 
¿A qué viene el levantarle los cascos con...? Gabriel, no hagas caso. 
Cuidado con que te desmandes, y mal instruido por esta pícara condesa, 
vayas ahora a deshacerte en requiebros, y desbaratarte en suspiros y 
fundirte en lágrimas... Los niños a la escuela. ¡Qué cosas tiene esta 
Amaranta! Criatura, ¿acaso el muchacho es de bronce?... Su suerte 
consiste en que da con personas de tan buena pasta como yo, que sé 
comprender los desvaríos propios de la juventud, y estoy prevenida 
contra los vehementes arrebatos lo mismo que contra los lazos del 
enemigo. Calma y sosiego, Gabriel, y esperar con paciencia la suerte 
que Dios destina a las criaturas. Esperar sí, pero sin fogosidades, sin 
exaltaciones, sin locuras juveniles, pues nada sienta tan bien a un joven 
delicado y caballeroso, como la circunspección. Y si no aprende de ese 
Sr. D. Pedro del Congosto, aprende de él; mírate en el espejo de su 
respetuosidad, de su severidad, de su aplomo, de su impasible y jamás 
turbado    
    
		
	
	
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