que dio sobre Guatemala, con el propósito de reunir y vincular a los 
latinos residentes en Nueva York, tomó como tema las flores y los pájaros que adornaban 
el sombrero de una señorita allí presente, y sobre él hizo la pintura más hermosa que 
jamás haya leído de la naturaleza y de la sociedad centroamericana. 
La impresión que a todos nos produjo fue la de hacer olvidar que nos hallábamos bajo un 
cielo gris y helado, creyéndonos transportados a los trópicos, y solo volví a la realidad de 
nuestra existencia cuando sentí un «hurry up», pronunciado con áspero acento sajón por 
dos jóvenes que pasaban a mi lado. 
Era un trabajador infatigable y desde el alba que empezaba su labor con la lectura de los 
diarios hasta altas horas de la noche y a veces hasta la nueva aurora que solía 
sorprenderlo cuando, como él decía, se hallaba engolosinado por algún estudio en que 
ponía toda su alma para transmitirla a los lectores que el obligado por las visitas de sus 
amigos a quienes recibía con solícito cariño.
Y no eran solo los trabajos literarios que ocupaban sus horas. Las dividía entre estos y las 
conferencias que daba a los cubanos pobres, en las que se esforzaba para vincular al 
elemento de color, con los de las clases superiores, porque unos y otros debían servir para 
preparar la revolución cubana que era el objeto de su permanencia en Estados Unidos. 
A pesar de los largos años que allí vivió, nunca pudo identificarse con la vida americana, 
porque su espíritu generoso y desinteresado era refractario a los procedimientos egoístas 
que constituyen el fondo del carácter de ese pueblo. Desconfiaba con las tendencias 
imperialistas de esa nación y creía que abrigaba propósitos absorbentes, contra los cuales 
las repúblicas latinas debieran estar prevenidas. Méjico, decía, solo ha podido evitar 
nuevas desmembraciones merced a una política hábil, en que sin resistir directamente, ha 
evitado la invasión de intereses americanos. Consideraba la conferencia monetaria 
internacional, iniciada por Blaine y a la que él fue delegado por el Uruguay, y yo lo fui 
por la Argentina, más como el medio de favorecer los intereses de los Estados Unidos 
platistas, que el de estrechar los vínculos de todas las naciones de América. Carece, pues, 
completamente de fundamento la versión de un escritor franco-argentino, de que Martí 
fuera partidario de la anexión de Cuba a los Estados Unidos, cuando, por el contrario, 
veía en ellos un peligro para la independencia. Creo, sin embargo, que sus temores eran 
infundados a este respecto, como lo ha demostrado la conducta de aquella nación, para 
terminar la guerra y establecer el gobierno propio de la isla y estoy convencido de que no 
tienen ambiciones de predominio sobre la América latina. Mr. Elihu Root me dijo durante 
su visita a esta capital, que los Estados Unidos nunca anexionarían a Cuba y tengo la más 
absoluta confianza en la sinceridad de este gran estadista americano. 
Los últimos años de la vida de Martí en Nueva York me son poco conocidos. Su última 
carta me revelaba un estado moral deprimido por el exceso del trabajo, que había creado 
en su organismo una excitación nerviosa. «Tengo horror a la tinta, me decía, y desearía 
huir a los bosques, aunque me crecieran las barbas verdes, para no ver papeles ni sentir 
las fealdades de las gentes». Pasaron algunos años, durante los cuales solo tuve noticias 
de él por intermedio de un amigo, cuando un día recibí un telegrama en que me decía: 
«deberes ineludibles me llaman a mi patria y necesito su ayuda, mándeme por cable 
quinientos dólares». Mi situación en aquel momento era difícil y me fue imposible 
ayudarlo. Tengo, pues, el remordimiento de no haber contribuido con esa suma a la 
independencia de Cuba, puesto que en esos días salía Martí de Nueva York para reunirse 
con el general Máximo Gómez e invadir la isla, iniciando la nueva insurrección que dio 
por resultado la terminación del dominio español. 
La noticia de su muerte en los primeros combates librados entre cubanos y españoles me 
produjo hondo pesar. Consideraba a Martí uno de los hombres de más talento que me 
había sido dado tratar y su muerte representaba no solo una pérdida irreparable para Cuba, 
de la que habría sido uno de sus preclaros presidentes, sino para la América latina toda, 
pues desaparecía el escritor genial en quien el fuego de la solidaridad americana brillaba 
con resplandores que iluminaban ambos continentes. 
 
José Martí, por Román Vélez
Notas de Arte (Colombia), agosto 15 de 1910 
Le conocí y traté en New York el año de 1891. 
Me consagró su amistad. La amistad es la única rosa que no tiene espinas. La única 
fuente arrulladora que no tiene lodo. 
Fui su amigo--en el trajín social--de pocos meses. 
Soy su amigo    
    
		
	
	
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