Un viaje de novios | Page 3

Emilia Pardo Bazán
basta saber que, prácticamente, lo profesaron Cervantes, Goethe,
Walter Scott, Dickens, los príncipes todos de la romancería.

Y perdóname, lector benigno, que a tan ilustres personajes haya traído
de los cabellos con ocasión de mis insignificantes escritos. Por ventura
suele la vista de una charca recordar el Océano; mas la charca, charca
se queda. Harto se lo sabe ella, y bien le pesa de su pequeñez; pero no
la hizo Dios más grande, por lo cual echará mano de la resignación que
a ti te desea, si has de recorrer estas páginas.
EMILIA PARDO BAZÁN

Un viaje de novios

-I-
Que la boda no era de gentes del gran mundo, conocíase a tiro de
ballesta, a la primer ojeada. No hay duda que los desposados podían
alternar con la más selecta sociedad, al menos por su aspecto exterior;
pero la mayoría del acompañamiento, el coro, pertenecía a la clase
media, en el límite en que casi se funde con la masa popular. Había
grupos curiosos y dignos de examen, ofreciendo el andén de la estación
de León golpe de vista muy interesante para un pintor de género y
costumbres.
Ni más ni menos que en los países de abanico cuyas mitológicas
pinturas representan nupcias, se notaba allí que el séquito de la novia lo
componían hembras, y sólo individuos del sexo fuerte formaban el del
novio. Advertíase asimismo gran diferencia entre la condición social de
uno y otro cortejo. La escolta de la novia, mucho más numerosa,
parecía poblado hormiguero: viejas y mozas llevaban el sacramental
traje de negra lana, que viene a ser como uniforme de ceremonia para la
mujer de clase inferior, no exenta, sin embargo, de ribetes señoriles:
que el pueblo conserva aun el privilegio de vestirse de alegres colores
en las circunstancias regocijadas y festivas. Entre aquellas hormigas
humanas habíalas de pocos años y buen palmito, risueñas unas y
alborotadas con la boda, otras quejumbrosicas y encendidos los ojos de
llorar, con la despedida. Media docena de maduras dueñas las

autorizaban, sacando de entre el velo del manto la nariz, y girando a
todas partes sus pupilas llenas de experiencia y malicia. Todo el racimo
de amigas se apiñaba en torno de la nueva esposa, manifestando la
pueril y ávida curiosidad que despierta en las multitudes el espectáculo
de las situaciones supremas de la existencia. Se estaban comiendo a
miradas a la que mil veces vieran, a la que ya de memoria sabían: a la
novia, que con el traje de camino se les figuraba otra mujer, diversísima
de la conocida hasta entonces. Contaría la heroína de la fiesta unos diez
y ocho años: aparentaba menos, atendiendo al mohín infantil de su boca
y al redondo contorno de sus mejillas, y más, consideradas las ya
florecientes curvas de su talle, y la plenitud de robustez y vida de toda
su persona. Nada de hombros altos y estrechos, nada de inverosímiles
caderas como las que se ven en los grabados de figurines, que traen a la
memoria la muñeca rellena de serrín y paja; sino una mujer conforme,
no al tipo convencional de la moda de una época, pero al tipo eterno de
la forma femenina, tal cual la quisieron natura y arte. Acaso esta
superioridad física perjudicaba un tanto al efecto del caprichoso atavío
de viaje de la niña: tal vez se requería un cuerpo más plano, líneas más
duras en los brazos y cuello, para llevar con el conveniente desenfado
el traje semimasculino, de paño marrón, y la toca de paja burda, en
cuyo casco se posaba, abiertas las alas, sobre un nido de plumas,
tornasolado colibrí. Notábase bien que eran nuevas para la novia tales
extrañezas de ropaje, y que la ceñida y plegada falda, el casaquín que
modelaba exactamente su busto le estorbaban, como suele estorbar a las
doncellas en el primer baile la desnudez del escote: que hay en toda
moda peregrina algo de impúdico para la mujer de modestas
costumbres. Además, el molde era estrecho para encerrar la bella
estatua, que amenazaba romperlo a cada instante, no precisamente con
el volumen, sino más bien con la libertad y soltura de sus juveniles
movimientos. No se desmentía en tan lucido ejemplar la raza del recio
y fornido anciano, del padre que allí se estaba derecho, sin apartar de su
hija los ojos. El viejo, alto, recto y firme, como un poste del telégrafo, y
un jesuita bajo y de edad mediana, eran los únicos varones que
descollaban entre el consabido hormiguero femenil.
Al novio le rodeaban hasta media docena de amigos: y si el séquito de
la novia era el eslabón que une a clase media y pueblo, el del novio

tocaba en esa frontera, en España tan indeterminada como vasta, que
enlaza a la mesocracia con la gente de alto copete. Cierta
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