Un faccioso más y algunos frailes menos | Page 2

Benito Pérez Galdós
de su
follaje los árboles; enfriose el aire al compás del solemne y tristísimo
crecimiento de las noches; soplaron céfiros asesinos, precursores de
aguaceros y tormentas; los remolinos de hojas secas corrían por el suelo
húmedo murmurando tristezas, y sobre todo derramaron llanto sin fin
las nubes pardas, en tal manera que no parecía sino que en la superficie
de la tierra había algo que debía ser para siempre borrado.
Solos en su alojamiento, mal acompañados de una mediana lumbre, D.
Benigno y su amigo pasaban los días. El enfermo, aunque postrado y
sin movimiento, estaba casi siempre menos triste que el sano. Este,
centinela en un sillón frente al hogar, reanimaba el fuego cuando se iba
extinguiendo, y D. Benigno hacía revivir la conversación moribunda
cuando Salvador la dejaba apagar con sus monosílabos o con su
silencio.
El tema más amado y más favorecido de Cordero era su familia, y no
pasaba una hora sin que dijese: «¡qué hará en este momento el tunante
de Juanillo Jacobo!» o bien: «¿habrá comprendido Sola, a pesar de mis
precauciones, que me ha pasado desgracia?». Debe advertirse que
nuestro buen señor había puesto singular empeño en que sus queridos
hijos, su hermana y su amiga no se enterasen del triste motivo que en
San Ildefonso le detenía, y por esto sus cartas todas parecían novelas,
según las invenciones y mentiras de que iban llenas. Unas decían:
«Esperadme ocho días más, porque si bien nuestro asunto está
terminado, no quiero marcharme sin hacer una pequeña contrata de
pinos, pues desde aquí oigo los gritos de la casa de los Cigarrales
pidiéndome que la ensanche». Más adelante escribía: «Con estos
malditos temporales no hay carricoche que se atreva con las Siete
Revueltas», y una semana después se disculpaba así: «Un excelente
amigo, que vive en la misma posada, ha caído en cama con tan fuerte
pulmonía que no me es posible abandonarle en este solitario pueblo.
Esperadme unos pocos días y rogad a Dios por el enfermo».

Así les engañaba, dando tiempo al tiempo, hasta que llegara el de la
soldadura del hueso, la cual venía con la tardanza que es natural,
impacientando tanto al buen hombre que a ratos no podía contener su
impaciencia y daba puñadas sobre la cama diciendo: «Esto no se puede
aguantar. Soldada o sin soldar, señora pierna, usted tendrá que ponerse
en polvorosa para Madrid la semana que viene».
Salvador no se apartaba de su amigo ni de noche ni de día. Unas veces
hablaban de política, empezando D. Benigno de este modo: «¿Cree
usted que ese pobre Sr. Zea tendrá buena mano para el timón de la nave
del Estado?».
La enojosa permanencia y quietud en el lecho le ocasionaba insomnios
frecuentes, cuando no letargos breves y febriles, acompañados de
pesadillas o alucinaciones. A veces despertaba de súbito bañado en
sudor, y exclamaba pasándose la mano por los ojos:--Jesús me valga y
la Santa Virgen del Sagrario, ¡qué sueño he tenido! Me parecía estar
viendo a Juanillo Jacobo rodando por un precipicio negro, mientras la
pobre Sola, atada por los cabellos a la cola de un brioso caballo.... No
lo quiero contar porque me parece que lo veo otra vez.... ¡Cuándo
volveré a vuestro lado, queridos de mi corazón, para que con el placer
de veros se acabe el suplicio de soñaros!
Una noche observó Salvador que daba el enfermo un gran suspiro, y
despertando acongojadísimo parecía reconocer la realidad de las cosas,
medio seguro de espantar las embusteras percepciones del sueño.
--Es todo mentira, Sr. D. Benigno--le dijo Monsalud riendo--. Ánimo.
--¡Ay, Dios mío! ¡qué sueño!--exclamó el de Boteros--. Todavía me
duran la angustia y el mortal frío que sentí. Figúrese usted, señor mío,
que me acercaba a mi casa de los Cigarrales, y la visión era tan perfecta
que todo estaba delante de mí claro, vivo, verdadero. Una soledad
tristísima envolvía mi finca. Ni mis hijos, ni mis criados aparecían por
ninguna parte.... Me acerco más, miro a las ventanas y las ventanas me
miran con ceño. De pronto veo que aparece Sola por la puerta de la
huerta; doy un paso hacia ella, me mira con semblante frío, serio como
el de una estatua, mueve su cabeza como diciendo no, no. Luego, señor

D. Salvador, me dice adiós con la mano derecha, y se aleja, huye,
desaparece, se disipa como una sombra entre los almendros.... Me
quedo yerto, miro a mi casa y mi casa... créalo usted... se echa a reír...
yo no sé cómo era esto; pero lo cierto es que ella se reía, se reía....
--Y ahora nos reímos nosotros.
--¡Bendito sea Dios! ¿qué será esto del soñar? ¿Anunciarán los sueños
realidades? ¿Estas horribles mentiras traerán consigo algo que con la
misma verdad se relacione? Ello es que la pobre Sola no se aparta
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