Quilito | Page 2

Carlos Maria Ocanto
se?ora!--dijo en su jerga endiablada.
Ya la india bajaba la escalera, con un cubo en la mano. Naturalmente, ?qui��n hab��a de ser sino ella? Siempre que el ni?o llama, ha de incomod��rsele. En concluyendo de servirle, a poner la mesa, que ya es tarde, y la salida queda para otro d��a.
Est�� bien; ?ya no saldr��a Pampa! Entr�� en el comedor, sin chistar, y puso la mesa con el orden y simetr��a de siempre: en la cabecera, el cubierto de don Pablo Aquiles; en el lado de la derecha, el de misia Casilda, y a la izquierda, el del ni?o; luego, los vasos, el pan, la servilleta... nada olvidaba, y si, por acaso, comet��a una torpeza, all�� estaba la mu?eca de porcelana, vigilante en el sof��. Entretanto, hab��a obscurecido ya; se encendi�� luz, y el comedor apareci�� tan pobre, tan fr��o y desmantelado, que m��s hubiera valido no encenderla: la calva de don Pablo Aquiles, sentado delante de la apagada chimenea, resplandeci�� como bru?ida patena, y las frutas, aves y peces de los cromos que adornaban las paredes, se animaron con la crudeza de sus colorines. Daba la chica la ��ltima mano a su tarea, cuando son��, de nuevo, la voz atiplada en las alturas.
--?Voy, ni?o, voy!--repiti�� maquinalmente Pampa.
Y escabull��se del comedor y subi�� a saltos la escalera del patinillo y volvi�� a bajar y a subir con los zapatos del ni?o y la ropa del ni?o y la camisa del ni?o... El cielo estaba obscuro y a intervalos los cohetes estallaban con alegre estampido, trazando en el espacio un reguero de fuego y deshaci��ndose en fant��stica lluvia de colores.
Pampa sali�� a la puerta de la calle y se sent�� en el umbral. ?La dejar��an tranquila, ahora? El ni?o acababa de vestirse, los se?ores charlaban en el comedor; la mesa estaba puesta; ya que no la plaza, ni las ni?as de banda azul, ni las se?oras de la rifa, ni tanto detalle curioso del animad��simo cuadro que ofrece aquel d��a de las fiestas patrias, ver��a los cohetes desde la puerta; y era mucho, si la dejaban. La casa era de estas bajas, trazada seg��n el patr��n antiguo, que la piqueta del progreso va ahuyentando del centro de la ciudad: una puerta y dos ventanas a la calle; el zagu��n recto hasta el fondo, cortado por dos patios embaldosados y el comedor abriendo sus puertas sobre ambos; y a la derecha, cuatro o seis habitaciones en fila; plantas y aljibe en el primer patio, la escalerilla de las piezas altas en el segundo, cuyo maderamen pintado de verde se ve desde la calle. Las pinturas murales del zagu��n; los figurones de las cornisas; el caprichoso enrejado de las ventanas; el alegre color del frente, ya azul, ya verde, ya rosa, en su nota m��s tenue y apagada, da un aire coquet��n al conjunto, que se convierte en interesante y misterioso, si el transeunte es impresionable y ve, detr��s del visillo alzado de la sala, dos ojos criollos, que ven sin mirar y hablan sin voz. Desgraciadamente, en esta casita de la calle de Moreno, en cuyo umbral se hab��a sentado Pampa, no se ve��a tras los visillos m��s que la figura acartonada de misia Casilda, en las tardes de los d��as festivos... La calle, con ser central y la hora temprana, estaba desierta; el fr��o era crud��simo. Miraba al cielo la peque?a india, como en ��xtasis; los cohetes sub��an tan alto, que parec��a iban a agujerear la negra b��veda. El chico del almac��n sali�� para un recado, y al pasar ech�� la zarpa a los pelos ��speros de la muchacha, verdadera diadema de cerda, y la obsequi�� con un tir��n, a guisa de saludo.
--?Malo!--dijo ella.
--?India!--dijo ��l.
Y se alej��, sacando la lengua. Al rato volvi��.
--?India, Pampa, china fea!--dijo adelantando la zarpa de nuevo.
Ella le pidi�� casta?as; ��l la di�� un puntapi��. Y se march��, sopl��ndose los dedos: tanto fr��o hac��a. La muchacha acab�� por sentirlo: abrig��se como pudo, pegada a la pared, y cerr�� los ojos, para contemplar mejor las cosas lindas de la plaza: tanta bandera, tanta gente endomingada, los globos, la m��sica y los cohetes... La fatiga del trabajo diario la venci�� y qued�� dormida, en el umbral, dando al olvido el servicio de la mesa. Y como siempre que so?aba, ve��a a su madre, perdida, como sus hermanos, en la gran ciudad, la odiosa escena de la Boca se reprodujo con fidelidad pasmosa: el buque atracado al muelle; el muelle atestado de curiosos; sobre la cubierta el mont��n de indios sucios, desgre?ados, hediondos, como piara de cerdos que se lleva al mercado, cohibidos y temblando, por lo que ven y lo que temen; las mujeres, cerca del marido; las madres, apretando a los hijos junto a los senos escu��lidos y tratando de ocultar a los m��s grandes bajo sus andrajos... Y
Continue reading on your phone by scaning this QR Code

 / 105
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.