Misericordia | Page 2

Benito Pérez Galdós
y en el terrible
campo de batalla, en el cual no hemos de encontrar charcos de sangre
ni militares despojos, sino pulgas y otras feroces alimañas.
Una mañana de Marzo, ventosa y glacial, en que se helaban las
palabras en la boca, y azotaba el rostro de los transeúntes un polvo que
por lo frío parecía nieve molida, se replegó el ejército al interior del
pasadizo, quedando sólo en la puerta de hierro de la calle de San
Sebastián un ciego entrado en años, de nombre Pulido, que debía de
tener cuerpo de bronce, y por sangre alcohol o mercurio, según resistía
las temperaturas extremas, siempre fuerte, sano, y con unos colores que

daban envidia a las flores del cercano puesto. La florista se replegó
también en el interior de su garita, y metiendo consigo los tiestos y
manojos de siemprevivas, se puso a tejer coronas para niños muertos.
En el patio, que fue Zementerio de S. Sebastián, como declara el
azulejo empotrado en la pared sobre la puerta, no se veían más seres
vivientes que las poquísimas señoras que a la carrera lo atravesaban
para entrar en la iglesia o salir de ella, tapándose la boca con la misma
mano en que llevaban el libro de oraciones, o algún clérigo que se
encaminaba a la sacristía, con el manteo arrebatado del viento, como
pájaro negro que ahueca las plumas y estira las alas, asegurando con su
mano crispada la teja, que también quería ser pájaro y darse una vuelta
por encima de la torre.
Ninguno de los entrantes o salientes hacía caso del pobre Pulido,
porque ya tenían costumbre de verle impávido en su guardia, tan
insensible a la nieve como al calor sofocante, con su mano extendida,
mal envuelto en raída capita de paño pardo, modulando sin cesar
palabras tristes, que salían congeladas de sus labios. Aquel día, el
viento jugaba con los pelos blancos de su barba, metiéndoselos por la
nariz y pegándoselos al rostro, húmedo por el lagrimeo que el intenso
frío producía en sus muertos ojos. Eran las nueve, y aún no se había
estrenado el hombre. Día más perro que aquel no se había visto en todo
el año, que desde Reyes venía siendo un año fulastre, pues el día del
santo patrono (20 de Enero) sólo se habían hecho doce chicas, la mitad
aproximadamente que el año anterior, y la Candelaria y la novena del
bendito San Blas, que otros años fueron tan de provecho, vinieron en
aquel con diarios de siete chicas, de cinco chicas: ¡valiente puñado! «Y
me paice a mí--decía para sus andrajos el buen Pulido, bebiéndose las
lágrimas y escupiendo los pelos de su barba--, que el amigo San José
también nos vendrá con mala pata... ¡Quién se acuerda del San José del
primer año de Amadeo!... Pero ya ni los santos del cielo son como es
debido. Todo se acaba, Señor, hasta el fruto de la festividá, o, como
quien dice, la probeza honrada. Todo es por tanto pillo como hay en la
política pulpitante, y el aquel de las suscriciones para las vítimas. Yo
que Dios, mandaría a los ángeles que reventaran a todos esos que en los
papeles andan siempre inventando vítimas, al cuento de jorobarnos a
los pobres de tanda. Limosna hay, buenas almas hay; pero liberales por

un lado, el Congrieso dichoso, y por otro las congriogaciones, los
metingos y discursiones y tantas cosas de imprenta, quitan la voluntad a
los más cristianos... Lo que digo: quieren que no haiga pobres, y se
saldrán con la suya. Pero pa entonces, yo quiero saber quién es el
guapo que saca las ánimas del Purgatorio... Ya, ya se pudrirán allá las
señoras almas, sin que la cristiandad se acuerde de ellas, porque... a mí
que no me digan: el rezo de los ricos, con la barriga bien llena y las
carnes bien abrigadas, no vale... por Dios vivo que no vale».
Al llegar aquí en su meditación, acercósele un sujeto de baja estatura,
con luenga capa que casi le arrastraba, rechoncho, como de sesenta
años, de dulce mirar, la barba cana y recortada, vestido con desaliño; y
poniéndole en la mano una perra grande, que sacó de un cartucho que
sin duda destinaba a las limosnas del día, le dijo: «No te la esperabas
hoy: di la verdad. ¡Con este día!...
---Sí que la esperaba, mi Sr. D. Carlos--replicó el ciego besando la
moneda--, porque hoy es el universario, y usted no había de faltar,
aunque se helara el cero de los terremotos (sin duda quería decir
termómetros).
--Es verdad. Yo no falto. Gracias a Dios, me voy defendiendo, que no
es flojo milagro con estas heladas y este pícaro viento Norte, capaz de
encajarle una pulmonía al caballo de la Plaza Mayor. Y tú, Pulido, ten
cuidado.
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