Memorias de un vigilante | Page 2

José Alvarez
trecho a recorrer para llegar al pueblo más cercano.
El capataz habló con mi padre; y éste, de repente, me hizo señas de que
me acercara, y dijo:
--¡Este es el muchacho!... Como obediente y humilde, no tiene
yunta[1]... ¡el otro que podía igualarlo se nos murió la vez pasada!...
¡Como conocedor del monte y del arroyo, lo verá en el trabajo!
A mí me zumbaron los oídos, y no pude saber lo que el hombre
contestó; sin embargo, me di cuenta, así en general no más, de que ya
no podría extasiarme a la sombra de los espinillos florecidos viendo
cómo las lagartijas se correteaban sobre la cresta de los hormigueros,
haciendo relampaguear sus armaduras brillantes, ni pasarme las horas
muertas, escuchando el contrapunto de las calandrias y de los zorzales,
estimulados por el lamento de los boyeros parados al borde de sus
nidos, colgados allá en la extremidad de los gajos más altos y flexibles
de los molles[2] y coronillos[3].
Mi padre me sacó de mi éxtasis con su voz ronca y varonil, esta vez

impregnada de una dulzura desconocida.
--¡Oiga, hijito!... ¡Vaya, traiga su petisito bayo[4] y ensíllelo!... ¡Va a
acompañar a este hombre, que es su patrón!

III
EL VAIVÉN DEL MUNDO
Las corrientes del mundo me arrebataron y luché con ellas con suerte
varia; ninguna ¡ay! volvió a traerme hasta los montes nativos, y cuando
un día--después de muchos años--volví a ellos, ya no guardaban sino
restos miserables, escapados al hacha del montaraz; y del pobre rancho
y de la familia que lo ocupó, ni el recuerdo siquiera.
¿Qué fue de los míos?
¿Qué fue de las hojas del tala frondoso, en cuyas ramas flexibles mi
madre colgaba la cuna de sus hijos, aquel noque[5] de cuero que la
brisa mecía cariñosa?
¿Qué fue de los trinos del boyero y del contrapunto de las calandrias y
de los zorzales?
¡Sólo quedan en mi memoria como un recuerdo!
Sirviendo de guía a las tropas de carretas, picando[6] éstas cuando ya
mis músculos lo permitieron, de peón aquí, de vago allá, llegó un día
para mí dichoso y bendecido--porque es el origen de mi felicidad
actual--en que una leva[7] me tomó y puso punto final a mis correrías
de vagabundo, perfilando sobre la figura mal pergeñada[8] del pobre
gaucho ignorante la simpática silueta del soldado.
Recuerdo, como si fuese ayer, las circunstancias en que fui tomado y
voy a tratar de pintarlas, no con la pretensión de hacer un cuadro sino
con la intención de presentar una escena de nuestros campos, vulgar y
corriente en tiempos no lejanos, pero hoy ya casi exótica, debido a las

exigencias de la vida.

IV
DE ORUGA A MARIPOSA
Tras un galope de algunas leguas--andaba de vago y era joven y
aficionado al baile y las buenas mozas--llegué al viejo rancho
desmantelado y solitario--veterano de cien tormentas--donde se iba a
bailar, cosa que no era muy frecuente entonces, dada la escasez de
población en aquellos parajes.
Al acercarme al palenque, ya pude contar cuántos me habían precedido
en la llegada y hasta saber quiénes eran: allí estaban sus caballos a
modo de tarjeta de visita.
Primero, el petiso de los mandados--maceta[9] y mosqueador[10]--que
buscando verse libre de las sabandijas[11] u obedeciendo a la
costumbre de evitarlas, había ido retrocediendo hasta apartarse del
grupo, y sembrando el trayecto recorrido con las pilchas[12] del
muchacho a cuyo servicio lo había condenado la suerte, que nunca le
fue propicia; luego los mancarrones[13] de algunos gauchos pobres y
de los viejos vagos del pago, con sus aperos formados con prendas de
procedencia diversa y de más diversa fabricación, con sus riendas
peludas y anudadas y con sus cinchas enflaquecidas de puro dar tientos
para remiendos; y, finalmente, algunos redomones[14] bravíos, que al
sentirme llegar yerguen las orejas, relinchan y se agitan, indicándome
que ya hay mocetones que me harán competencia en el corazón de las
dueñas de esos otros pingos, cuidados y lustrosos, tusados[15] con
coquetería, y cuya crin ha servido para dibujar ya un arco atrevido, ya
una guarda griega caprichosa, y que lucen bozales tan primorosos y
cabestros tan llenos nos de bordados y de adornos.
Son pingos del andar de gente presumida, y hasta con pespuntes de
elegantes mozas.
Previo el consabido ladrido de los perros--arrancados por mi llegada a

un sueño plácido y tranquilo, el relincho de los redomones del palenque,
los saludos del dueño de la casa y las vichadas de las mozas y
mocetones, que, cortos[16] con los forasteros, se han ocultado en el
rancho, eché pie a tierra y fui a sentarme en el ancho patio recién
barrido y carpido, que a la noche serviría de salón de baile, iluminado
por la luna plácida y serena, aquella luna de mi tierra que veo al través
del tiempo, quizás embellecida
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