La Navidad en las Montanas | Page 2

Ignacio Manuel Altamirano
hacerlo, y fuerte con semejante
promesa, se instaló Vd. en mi estudio, y conociendo por tradición mi
decantada pereza, no me dejó descansar, alejó a las visitas que pudieran
haberme interrumpido; tomaba las hojas originales a medida que yo las
escribía, para enviarlas a la Imprenta, y no me dejó respirar hasta que la
novela se concluyó.
Esto poco más o menos decía yo a Vd. en mi dedicatoria que no tengo a
la mano, y que Vd. mismo no ha podido conseguir, cuando se la he
pedido últimamente para reproducirla.
He tenido, pues, que escribirla de nuevo para la quinta edición que va a
hacerse en París y para la sexta que se publicará en francés.
Reciba Vd. con afecto este pequeño libro, puesto que a Vd. debo el
haberlo escrito.
IGNACIO M. ALTAMIRANO
PARÍS, Diciembre 26 de 1890

LA NAVIDAD EN LAS MONTAÑAS

I
El sol se ocultaba ya; las nieblas ascendían del profundo seno de los
valles; deteníanse[1] un momento entre los obscuros bosques y las
negras gargantas de la cordillera, como un rebaño gigantesco; después
avanzaban con rapidez hacia las cumbres; se desprendían majestuosas
de las agudas copas de los abetos e iban por último a envolver la
soberbia frente de las rocas, titánicos guardianes de la montaña que
habían desafiado allí, durante millares de siglos, las tempestades del
cielo y las agitaciones de la tierra.
Los últimos rayos del sol poniente franjaban de oro y de púrpura estos
enormes turbantes formados por la niebla, parecían incendiar las nubes
agrupadas en el horizonte, rielaban débiles en las aguas tranquilas del
remoto lago, temblaban al retirarse de las llanuras invadidas ya por la
sombra, y desaparecían después de iluminar con su última caricia la

obscura cresta de aquella oleada de pórfido.
Los postreros rumores del día anunciaban por dondequiera la
proximidad del silencio. A lo lejos, en los valles, en las faldas de las
colinas, a las orillas de los arroyos, veíanse reposando quietas y
silenciosas las vacadas; los ciervos cruzaban como sombras entre los
árboles, en busca de sus ocultas guaridas; las aves habían entonado ya
sus himnos de la tarde, y descansaban en sus lechos de ramas; en las
rozas se encendía la alegre hoguera de pino, y el viento glacial del
invierno comenzaba a agitarse entre las hojas.

[Footnote 1: The object pronoun may follow an indicative verb that is
the first word in a clause.]

II
La noche se acercaba tranquila y hermosa: era el 24 de diciembre, es
decir, que pronto la noche de Navidad cubriría nuestro hemisferio con
su sombra sagrada y animaría a los pueblos cristianos con sus alegrías
íntimas. ¿Quién que ha nacido cristiano y que ha oído renovar cada año,
en su infancia, la poética leyenda del nacimiento de Jesús, no siente en
semejante noche avivarse los más tiernos recuerdos de los primeros
días de la vida?
Yo ¡ay de mí! al pensar que me hallaba, en este día solemne, en medio
del silencio de aquellos bosques majestuosos, aun en presencia del
magnífico espectáculo que se presentaba a mi vista absorbiendo mis
sentidos, embargados poco ha por la admiración que causa la
sublimidad de la naturaleza, no pude menos que interrumpir mi
dolorosa meditación, y encerrándome en un religioso recogimiento,
evoqué todas las dulces y tiernas memorias de mis años juveniles. Ellas
se despertaron alegres como un enjambre de bulliciosas abejas y me
transportaron a otros tiempos, a otros lugares; ora al seno de mi familia
humilde y piadosa, ora al centro de populosas ciudades, donde el amor,
la amistad y el placer en delicioso concierto, habían hecho siempre
grata para mi corazón esa noche bendita.
Recordaba mi pueblo, mi pueblo querido, cuyos alegres habitantes
celebraban a porfía con bailes, cantos y modestos banquetes la
Nochebuena. Parecíame ver aquellas pobres casas adornadas con sus
Nacimientos y animadas por la alegría de la familia: recordaba la

pequeña iglesia iluminada, dejando ver desde el pórtico el precioso
Belén,[1] curiosamente levantado en el altar mayor: parecíame oir los
armoniosos repiques que resonaban en el campanario, medio derruido,
convocando a los fieles a la misa de gallo, y aun escuchaba con el
corazón palpitante la dulce voz de mi pobre y virtuoso padre,
excitándonos a mis hermanos y a mí a arreglarnos pronto para
dirigirnos a la iglesia, a fin de llegar a tiempo; y aun sentía la mano de
mi buena y santa madre tomar la mía para conducirme al oficio.
Después me parecía llegar, penetrar por entre el gentío que se
precipitaba en la humilde nave, avanzar hasta el pie del presbiterio, y
allí arrodillarme admirando la hermosura de las imágenes, el portal
resplandeciente con la escarcha, el semblante risueño de los pastores, el
lujo deslumbrador de los Reyes magos, y la iluminación espléndida del
altar. Aspiraba con
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