Genio y figura | Page 2

Juan Valera

piedra, cada escollo y cada gruta tiene su leyenda y evoca las sombras
de uno o de muchos personajes históricos o míticos: Ulises, las Sirenas,
Eneas, la Sibila de Cumas, los héroes de Roma, los sabios de la magna
Grecia, Aníbal olvidándose de sus triunfos en las delicias de Capua,
Alfonso de Aragón el Magnánimo haciendo renacer y florecer la
antigua clásica cultura, todo esto acude a la mente del que vive en
Nápoles y hasta se pone en consonancia con los nombres sonoros y
nobles que conservan los sitios: el Posilipo, el Vómero, Capri, Ischia,
Sorrento, el Vesubio, Capua, Pestum, Cumas, Amalfi y Salerno.
En cambio, los nombres de los alrededores de Río no pueden ser más
vulgares ni más vacíos de todo poético significado: la Sierra de los
Órganos, el Corcobado, el Pan de Azúcar, Botafogo, las Larangeiras y
la Tejuca.
La falta, no obstante, de sonoridad y nobleza en los nombres, y de altos
recuerdos históricos en los sitios, está más que compensada por la
espléndida pompa y por la gala inmarcesible que la fértil naturaleza
despliega allí y difunde por todos lados.
Nuestro mayor recreo campestre era ir a caballo a la Tejuca, con la
fresca, casi al anochecer. Pasábamos la noche en una buena fonda que
allí había, donde nunca faltaba gente alegre que jugaba a los naipes y
cenaba ya tarde. También se solía bailar cuando había mujeres.
Aquel sitio era delicioso. El fresco y abundante caudal de agua

cristalina que traía un riachuelo se lanzaba desde la altura de unos
cuantos metros y formaba una cascada espumosa y resonante. Por todas
partes había gran espesura de siempre verdes árboles; palmas,
cocoteros, mangueras y enormes matas de bambúes. Innumerable
multitud de luciérnagas o cocuyos volaban y bullían por donde quiera,
durante la noche, e iluminaban con sus fugaces y fantásticos
resplandores hasta lo más esquivo y umbrío de las enramadas.
De las frecuentes expediciones a la Tejuca, ya volvíamos a altas horas
de la noche, formando alegre cabalgata, ya volvíamos al rayar el alba.
No se crea con todo, que las expediciones a la Tejuca eran el mayor
encanto que Río tenía para nosotros. Había otro encanto mucho mayor,
la casa de la Sra. de Figueredo, centro brillantísimo de la high life
fluminense.
La Sra. de Figueredo tendría entonces de veinticinco a treinta años: era
una de las mujeres más hermosas, elegantes y amables que he conocido.
Su marido, ya muy viejo, era quizá el más rico capitalista de todo el
Brasil. Prendado de su mujer, gustaba de que luciese, y lejos de
escatimar, prodigaba el dinero que dicho fin requería.
Su vivienda era un hotel espacioso, amueblado con primor y con lujo,
en el centro de un bello jardín, bastante dilatado para que por su
extensión casi pudiera llamarse parque.
Menos en las temporadas en que había teatro, la Sra. de Figueredo
recibía todas las noches. Cuando había teatro recibía también, pero no
siempre. Sus tertulias eran animadísimas y solían durar hasta después
de la una. Bien podía afirmarse que empezaban a las siete, porque la
Sra. de Figueredo rara vez dejaba de tener convidados a comer,
agasajándolos con cuantas delicadezas gastronómicas puede inventar y
condimentar un buen cocinero, sin freno ni tasa en el gasto. Pero lo que
sobre todo hacía agradable aquella casa, era la misma Sra. de Figueredo,
que unía a su elegancia, discreción y hermosura, el carácter más franco
y regocijado. Del sitio en que ella se presentaba, salía huyendo la
tristeza. En torno suyo y en su presencia, no había más que
conversaciones apacibles o jocosas, risas y burlas inocentes, sin

mordacidad ni grave perjuicio del prójimo. Natural era, pues, que el
primer obsequio que, no bien llegase a Río, se podía hacer a un
forastero, era presentarle a una dama tan hospitalaria y divertida.

-III-
En el tiempo de que voy hablando, aportó a Río, como secretario de la
Legación de Su Majestad Británica, un inglesito joven y guapo;
probablemente tendría ya cerca de treinta años, pero su rostro era muy
aniñado y parecía de mucha menor edad. Era blanco, rubio, con ojos
azules y con poquísima barba, que llevaba muy afeitada, salvo el
bigotillo, tan suave, que parecía bozo y que era más rubio que el
cabello. Era alto y esbelto, pero distaba no poco de ser un alfeñique. En
realidad era fuerte y muy ágil y adiestrado en todos los ejercicios
corporales. Tenía talento e instrucción, y hablaba bien francés, español
e italiano, aunque todo con el acento de su tierra. Tenía modales
finísimos, aire aristocrático y conversación muy amena cuando tomaba
confianza, pues en general parecía tímido y vergonzoso, y a cada paso,
por cualquier motivo y a veces sin aparente motivo, se ponía colorado
como la grana.
No está bien que se declare aquí
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