Fortunata y Jacinta | Page 2

Benito Pérez Galdós

cargado de apuntes, sino que se ponía en la grada primera para mirar al
profesor con cara de aprovechamiento, sin quitarle ojo, cual si fuera
una novia, y aprobar con cabezadas la explicación, como diciendo: «yo
también me sé eso y algo más». Al concluir la clase, era de los que le
cortan el paso al catedrático para consultarle un punto oscuro del texto

o que les resuelva una duda. Con estas dudas declaran los tales su
furibunda aplicación. Fuera de la Universidad, la fiebre de la ciencia le
traía muy desasosegado. Por aquellos días no era todavía costumbre
que fuesen al Ateneo los sabios de pecho que están mamando la leche
del conocimiento. Juanito se reunía con otros cachorros en la casa del
chico de Tellería (Gustavito) y allí armaban grandes peloteras. Los
temas más sutiles de Filosofía de la Historia y del Derecho, de
Metafísica y de otras ciencias especulativas (pues aún no estaban de
moda los estudios experimentales, ni el transformismo, ni Darwin, ni
Haeckel eran para ellos, lo que para otros el trompo o la cometa. ¡Qué
gran progreso en los entretenimientos de la niñez! ¡Cuando uno piensa
que aquellos mismos nenes, si hubieran vivido en edades remotas, se
habrían pasado el tiempo mamándose el dedo, o haciendo y diciendo
toda suerte de boberías...!
Todos los dineros que su papá le daba, dejábalos Juanito en casa de
Bailly-Baillière, a cuenta de los libros que iba tomando. Refiere
Villalonga que un día fue Barbarita reventando de gozo y orgullo a la
librería, y después de saldar los débitos del niño, dio orden de que
entregaran a este todos los mamotretos que pidiera, aunque fuesen
caros y tan grandes como misales. La bondadosa y angelical señora
quería poner un freno de modestia a la expresión de su vanidad
maternal. Figurábase que ofendía a los demás, haciendo ver la
supremacía de su hijo entre todos los hijos nacidos y por nacer. No
quería tampoco profanar, haciéndolo público, aquel encanto íntimo,
aquel himno de la conciencia que podemos llamar los misterios gozosos
de Barbarita. Únicamente se clareaba alguna vez, soltando como al
descuido estas entrecortadas razones: «¡Ay qué chico!... ¡cuánto lee!
Yo digo que esas cabezas tienen algo, algo, sí señor, que no tienen las
demás... En fin, más vale que le dé por ahí».
Concluyó Santa Cruz la carrera de Derecho, y de añadidura la de
Filosofía y Letras. Sus papás eran muy ricos y no querían que el niño
fuese comerciante, ni había para qué, pues ellos tampoco lo eran ya.
Apenas terminados los estudios académicos, verificose en Juanito un
nuevo cambiazo, una segunda crisis de crecimiento, de esas que marcan
el misterioso paso o transición de edades en el desarrollo individual.

Perdió bruscamente la afición a aquellas furiosas broncas oratorias por
un más o un menos en cualquier punto de Filosofía o de Historia;
empezó a creer ridículos los sofocones que se había tomado por probar
que en las civilizaciones de Oriente el poder de las castas sacerdotales
era un poquito más ilimitado que el de los reyes, contra la opinión de
Gustavito Tellería, el cual sostenía, dando puñetazos sobre la mesa, que
lo era un poquitín menos. Dio también en pensar que maldito lo que le
importaba que la conciencia fuera la intimidad total del ser racional
consigo mismo, o bien otra cosa semejante, como quería probar,
hinchándose de convicción airada, Joaquinito Pez. No tardó, pues, en
aflojar la cuerda a la manía de las lecturas, hasta llegar a no leer
absolutamente nada. Barbarita creía de buena fe que su hijo no leía ya
porque había agotado el pozo de la ciencia.
Tenía Juanito entonces veinticuatro años. Le conocí un día en casa de
Federico Cimarra en un almuerzo que este dio a sus amigos. Se me ha
olvidado la fecha exacta; pero debió de ser esta hacia el 69, porque
recuerdo que se habló mucho de Figuerola, de la capitación y del
derribo de la torre de la iglesia de Santa Cruz. Era el hijo de D.
Baldomero muy bien parecido y además muy simpático, de estos
hombres que se recomiendan con su figura antes de cautivar con su
trato, de estos que en una hora de conversación ganan más amigos que
otros repartiendo favores positivos. Por lo bien que decía las cosas y la
gracia de sus juicios, aparentaba saber más de lo que sabía, y en su
boca las paradojas eran más bonitas que las verdades. Vestía con
elegancia y tenía tan buena educación, que se le perdonaba fácilmente
el hablar demasiado. Su instrucción y su ingenio agudísimo le hacían
descollar sobre todos los demás mozos de la partida, y aunque a
primera vista tenía cierta semejanza con Joaquinito Pez, tratándoles se
echaban de ver entre ambos profundas diferencias, pues el chico de Pez,
por
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