Fortunata y Jacinta

Benito Pérez Galdós

Fortunata y Jacinta, by Benito P��rez Gald��s

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Title: Fortunata y Jacinta dos historias de casadas
Author: Benito P��rez Gald��s
Release Date: November 5, 2005 [EBook #17013]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
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Fortunata y Jacinta: (dos historias de casadas)
por B. P��rez Gald��s

Parte primera

-I-
Juanito Santa Cruz

--i--
Las noticias m��s remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto Mar��a Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo m��o y el otro y el de m��s all��, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad. No cursaban todos el mismo a?o, y aunque se reun��an en la c��tedra de Cam��s, separ��banse en la de Derecho Romano: el chico de Santa Cruz era disc��pulo de Novar, y Villalonga de Coronado. Ni ten��an todos el mismo grado de aplicaci��n: Zalamero, juicioso y circunspecto como pocos, era de los que se ponen en la primera fila de bancos, mirando con faz complacida al profesor mientras explica, y haciendo con la cabeza discretas se?ales de asentimiento a todo lo que dice. Por el contrario, Santa Cruz y Villalonga se pon��an siempre en la grada m��s alta, envueltos en sus capas y m��s parecidos a conspiradores que a estudiantes. All�� pasaban el rato charlando por lo bajo, leyendo novelas, dibujando caricaturas o sopl��ndose rec��procamente la lecci��n cuando el catedr��tico les preguntaba. Juanito Santa Cruz y Miquis llevaron un d��a una sart��n (no s�� si a la clase de Novar o a la de Uribe, que explicaba Metaf��sica) y frieron un par de huevos. Otras muchas tonter��as de este jaez cuenta Villalonga, las cuales no copio por no alargar este relato. Todos ellos, a excepci��n de Miquis que se muri�� en el 64 so?ando con la gloria de Schiller, metieron infernal bulla en el c��lebre alboroto de la noche de San Daniel. Hasta el formalito Zalamero se descompuso en aquella ruidosa ocasi��n, dando pitidos y chillando como un salvaje, con lo cual se gan�� dos bofetadas de un guardia veterano, sin m��s consecuencias. Pero Villalonga y Santa Cruz lo pasaron peor, porque el primero recibi�� un sablazo en el hombro que le tuvo derrengado por espacio de dos meses largos, y el segundo fue cogido junto a la esquina del Teatro Real y llevado a la prevenci��n en una cuerda de presos, compuesta de varios estudiantes decentes y algunos pilluelos de muy mal pelaje. A la sombra me lo tuvieron veinte y tantas horas, y a��n durara m��s su cautiverio, si de ��l no le sacara el d��a 11 su pap��, sujeto respetabil��simo y muy bien relacionado.
?Ay!, el susto que se llevaron D. Baldomero Santa Cruz y Barbarita no es para contado. ?Qu�� noche de angustia la del 10 al 11! Ambos cre��an no volver a ver a su adorado nene, en quien, por ser ��nico, se miraban y se recreaban con inefables goces de padres chochos de cari?o, aunque no eran viejos. Cuando el tal Juanito entr�� en su casa, p��lido y hambriento, descompuesta la faz graciosa, la ropita llena de sietes y oliendo a pueblo, su mam�� vacilaba entre re?irle y com��rsele a besos. El insigne Santa Cruz, que se hab��a enriquecido honradamente en el comercio de pa?os, figuraba con timidez en el antiguo partido progresista; mas no era socio de la revoltosa Tertulia, porque las inclinaciones antidin��sticas de Ol��zaga y Prim le hac��an muy poca gracia. Su club era el sal��n de un amigo y pariente, al cual iban casi todas las noches D. Manuel Cantero, D. Cirilo ��lvarez y D. Joaqu��n Aguirre, y algunas D. Pascual Madoz. No pod��a ser, pues, D. Baldomero, por raz��n de afinidades personales, sospechoso al poder. Creo que fue Cantero quien le acompa?�� a Gobernaci��n para ver a Gonz��lez Bravo, y ��ste dio al punto la orden para que fuese puesto en libertad el revolucionario, el anarquista, el descamisado Juanito.
Cuando el ni?o estudiaba los ��ltimos a?os de su carrera, verificose en ��l uno de esos cambiazos cr��ticos que tan comunes son en la edad juvenil. De travieso y alborotado volviose tan juiciosillo, que al mismo Zalamero daba quince y raya. Entrole la comez��n de cumplir religiosamente sus deberes escol��sticos y aun de instruirse por su cuenta con lecturas sin tasa y con ejercicios de controversia y palique declamatorio entre amiguitos. No s��lo iba a clase puntual��simo y cargado de apuntes, sino que se pon��a en la grada primera para mirar al profesor con cara de aprovechamiento, sin
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