Amistad funesta | Page 2

José Martí
perfecto redondeaba su
fisonomía armoniosa y vivaz. En su cuerpo delgado predominaba el temperamento
nervioso, que hacía rápidos todos sus movimientos y sus manos finas y alargadas
revelaban al hombre culto consagrado a las tareas intelectuales. Llevaba como único
adorno en uno de sus dedos un anillo de plata en el cual estaba grabada la palabra
«Cuba».
Cubrían los muros de su despacho estanterías de pino blanco, algunas de las cuales él
mismo construyó, y en los pocos espacios libres que ellas dejaban colgaban retratos de
los héroes de la revolución cubana que terminó con la paz del Zanjón, y entre los de
varios literatos ocupaba lugar preferente el de Víctor Hugo.
Constituían su biblioteca, en primer término, las publicaciones que se hacían en la
América latina, cuyo progreso intelectual seguía con avidez, habiendo escrito juicios
sobre muchas de ellas; pero tampoco faltaban los de la literatura norteamericana, cuya
lengua conocía profundamente, aunque no fuera inclinado a hablarla. Su mesa de trabajo,
sumamente sencilla, estaba siempre repleta de papeles que formaban sus numerosos
trabajos de correspondencia para los periódicos de Cuba, Méjico, Guatemala, Argentina,
y las revistas que bajo su dirección se publicaban en Nueva York, aparte de los
documentos oficiales de su consulado. El único ornamento de ella era un tosco anillo de
hierro que tuvo de grillete durante su prisión en la isla de Cuba, cuando aun era un niño,
por causa de sus ideas liberales y que le fue regalado por su señora madre después de su
deportación a España, para que le sirviera de amuleto en su peregrinación por la libertad
de su patria.
En aquel modesto despacho mantuvo por muchos años el fuego sagrado de la
independencia cubana, sin que por un momento les hicieran desfallecer ni las disidencias
entre sus propios amigos, muchos de los cuales creían utópica la revolución, ni el
espectáculo de las fortunas que se acumulaban a su alrededor por todos los que
consagraban su inteligencia y su autoridad a los negocios comerciales.
Allí llegaban y eran cordialmente recibidos no solo los sudamericanos que deseaban un
consejero honrado para orientarse en los caminos de la vida americana, sino todos los
cubanos interesados en la política de su país. Allí conoció a Estrada Palma, que a la sazón
ganaba su vida manteniendo un pensionado de enseñanza en el estado de Nueva Jersey, y
a muchos otros después actuaron en la revolución. A todos recibía con los brazos y el

corazón abiertos y para todos tenía no solo las hermosas palabras, sino la ayuda de su
experiencia y aun de sus modestos recursos.
Su fisonomía moral se caracterizaba por la más absoluta honestidad en todos los actos de
su vida y por el mayor desprendimiento de sus propios intereses en favor del ideal a que
había consagrado su existencia, la libertad de Cuba. Su espíritu eminentemente altruista,
se asociaba a todos los dolores ajenos y a ellos llevaba el consuelo de su palabra inspirada;
lo mismo compartía las alegrías de sus amigos. Su alma sensible y delicada sufría con las
asperezas del alma yanqui, y nunca pudo fundirse en los moldes de ambición en que esta
está vaciada. Recibió ofertas halagadoras para que pusiera su talento de escritor al
servicio de intereses comerciales; pero jamás quiso desnaturalizar su pluma que solo
debía servir para unir a la familia latinoamericana y para luchar por la libertad. Prefirió
ser pobre con decoro (palabra que se encuentra en casi todos sus escritos) antes que
sacrificar sus convicciones ni su tiempo a tareas menos nobles que aquella en que se
había empeñado.
Poseía un raro talento de asimilación y de generalización que le permitía abordar con
brillo y con criterio sólido todos los problemas que en el orden político o sociológico
entrañan el desenvolvimiento de las naciones y su memoria privilegiada le permitía
recordar todo cuanto había pasado por el crisol de su inteligencia. Era raro hablarle de un
libro recientemente publicado que él no lo conociera y sobre el cual pudiera expresar su
propio juicio; así como conocía a todos los hombres que habían desempeñado un papel
prominente en la vida de las naciones latinoamericanas.
Su palabra era suave, fluida, límpida como su pensamiento, sin afectación ni
rebuscamiento, y producía el encanto de una fuente cristalina que desciende en su curso
halagando los sentidos. Cuántas veces en los días festivos, solíamos atravesar el río
Hudson e internarnos en las hermosas arboledas de las Palisades o recorríamos las
avenidas del Parque Central, y allí transcurrían insensiblemente las horas, bajo la
influencia de su palabra sana y amena que hacía olvidar el bullicio de la metrópoli. Su
oratoria sólida y rica en imágenes brillantes se derramaba como raudales de perlas y de
flores, y su auditorio quedaba siempre cautivado por el encanto de ella. Recuerdo que en
una conferencia
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